Dice “Pantera” que la orden debió salir de algún jefe de plaza. No sabe quién, pero por el modo en que asesinaron a ese niño de nueve años, debió ser un encargo. Nadie mata a un chavito por su propia cuenta, porque eso se castiga con la muerte del gatillero y de algún miembro de su familia. Aquello, casi puede jurar, fue una orden dada en un momento de enojo.
Le hubiera tocado a él, pero “Pantera” –23 años, delgado, cabeza rapada, entonces “burro” [encargado de trasladar droga de un punto a otro] de Los Zetas con aspiraciones de sicario– estaba pasando vicio hacia Morelos, en lugar de estar en su casa ubicada en Tezontle, Hidalgo. Y si le hubiera tocado la orden, la habría cumplido.
“Si me hubiera tocado, hubiera dicho ‘órale, yo voy’. En ese entonces, la mera verdad, yo hubiera hecho todo por ser sicario, andar en la troca, empistolado, subiendo morras. Si me hubiera dicho ‘quiebra al plebe’, derechito lo buscaba… pero alguien más fue y qué bueno, porque ahorita ya me hubiera muerto de remordimiento”, dice mientras devora unos molletes en un Sanborn’s de Pachuca.
Nuestro encuentro ocurre tres meses después de contactarlo por Facebook. Lo encontré en una página que ya no existe, pero que servía para que “zetitas” alardearan sobre sus crímenes. Entre más alto el barullo, más eran buscados por jefes de plaza, así que estaban dispuestos a correr el riesgo de inculparse en la web por un delito con tal de subir los escalones del cártel. Uno de los usuarios era “Pantera”, quien tras 90 días de convencimiento acepta hablar conmigo en persona, pero sin grabadora y con la condición de que no sea exhaustivo en su descripción.
“¿Crees que es justo lo que le pasó al niño?”, le pregunto y muerde el pan para ganar unos segundos y pensar su respuesta. Después de masticar lentamente, responde. “No, la neta no, pero ésos son los riesgos de vivir en donde mandamos nosotros”.
El caso del que platico con “Pantera” no llegó a los medios nacionales y apenas tuvo una cobertura ligera en los periódicos locales. Sólo el diario Criterio de Hidalgo cubrió con una corta nota lo que ocurrió el 13 de marzo de 2011 en Tulancingo.
Alejandro Romero Santuario, mecánico de profesión, había abierto una pequeña taquería en la colonia Napateco, a una orilla de la carretera de Tulancingo, para ampliar las ganancias de la familia. Tenía que hacerlo: sus hijos Cristo Manuel, de nueve años, y Abril, de ocho, cada vez demandaban más dinero para la escuela.
Construyeron un lugar pequeño con tabique gris y la esposa de Alejandro, Fabiola Madrid Márquez, hizo el menú: tacos al pastor, de bistec, longaniza, chuleta y pollo. En enero, como propósito de Año Nuevo, abrió sus puertas con el nombre “Taquería Cristo Manuel”.
Los zetas de Tezontle rápidamente supieron del nuevo negocio. A las dos semanas se trasladaron hasta la taquería, cenaron y en lugar de pedir la cuenta y pagar, se acercaron a Alejandro mientras sazonaba la carne.
“Lo que supe es que le dijeron ‘como tus tacos están bien sabrosos, en lugar de pagarte la cena, te lo tomamos a cuenta de la renta’. El señor como que no entendió y les preguntó ‘¿cuál renta?’. Y ellos le contestaron ‘la que nos debes pagar cada mes por seguridad’”, cuenta “Pantera”.
Le exigieron 3 mil pesos quincenales por una taquería que, a veces, tenía noches completas sin clientes. Pagó tres veces más, pero aquello se volvió imposible para el matrimonio. Trabajaban para los “patrones del narco” y quedaban extenuados después de cada jornada, así que dijeron “no” y se negaron a pagar la quincena de marzo.
El 13 de marzo, mientras Alejandro manejaba la camioneta familiar con su esposa, hijo e hija a bordo, tres hombres se le acercaron. Con pistolas en mano, obligaron a los pasajeros a bajar y les dijeron que se llevaban la camioneta como garantía de pago. Alejandro opuso resistencia al calcular lo que valía el vehículo.
“Y la instrucción fue ‘si no quiere aflojar la camioneta, mátale alguien’. Eso fue lo que se dijo en el pueblo, que era un mensaje para todos”, dice “Pantera”.
Uno de los gatilleros cumplió: cortó cartucho y disparó contra el niño Cristo Manuel. Lo dejó tirado en el piso mientras su papá sostenía el cuerpo. Los vecinos cuentan que cuando se echó a correr, alcanzó a gritar “¿Valió la pena no pagar, pendejo?”
***
La maldición de Tulancingo, Hidalgo, es ubicarse a 20 minutos de Tezontle, donde el fantasma del ex líder de Los Zetas, Heriberto Lazcano Lazcano, todavía ronda. Su sombra es tan grande que aún se habla de él con respeto y admiración y causa estragos incluso en comunidades colindantes. Aquí, sus habitantes resienten la presencia de Heriberto todos los días: hasta sus casas llega una fuga de extorsiones, asesinatos, venta de droga y migrantes secuestrados que es imposible parar.
Todo ha permeado ahí: frente a la taquería “Cristo Manuel”, donde ahora cuelga permanentemente un listón negro en memoria del niño asesinado, hay otra taquería llamada “El Retén” y pasos más adelante hay una tienda de abarrotes nombrada “Cuerno de chivo”. La influencia de el Tezontle sobre este lugar es innegable.
Antes apacible, Tulancingo es contagiado con el pus de sus vecinos. Los feminicidios han alcanzado cifras alarmantes y cada vez es más común escuchar que alguien fue ejecutado por no pagar la cuota que les impuso alguien de la comunidad “del patrón Z-3”.
Caminar por sus calles da miedo: son corredores estrechos que suben y bajan en empinadas pendientes, lo suficientemente angostos para que dos vehículos impidan a otro ir para atrás o adelante. A los lados, las casas se elevan en cuartos improvisados, que dan una amplia vista a los “halcones” para que examinen a cualquiera que no es de la zona.
“¿Te perdiste, chavo?”, me suelta uno mientras recorro la calle de la taquería “Cristo Manuel”. Sonrío forzadamente y digo que no, que ya me voy. Me habían dicho que esa pregunta es, en realidad, una invitación a que salgas de ahí, porque ellos asesinan con impunidad.
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“¿Por qué tenían que matar al chavo?”, le pregunto a “Pantera”. Él me mira con desgano, como si mi pregunta fuera tonta y la respuesta obvia. Hace una mueca, gira los ojos y dice, con fastidio, “porque fue una orden y eso no se cuestiona”.
“Lo que tú no entiendes es que, cuando ‘el patrón’ se jubiló [un eufemismo para no decir que mataron a Heriberto Lazcano Lazcano o que fingió su muerte], tres o cuatro changos se peleaban por mandar en Tezontle. Y esto es como las elecciones, ¿no? Gana el que más dinero tenga, así que empezaron a arreciar en el cobro de piso.
”Le empezaron a pegar, pum, pum, pum –hace como si boxeara– y sacaron mucha lana. Y al que no quería, pues a torcerlo, pero tú no puedes matar al jefe de familia, ¿no? Ésos son los que ganan la lana. Entonces empezaron a apuntar a los hijos, al fin que si los matabas, ¿cuál era la pérdida para nosotros?
“Entonces uno dijo ‘yo quiero ser el próximo chingón, un güey como el patrón’ y empezó a extorsionar, robar, matar, todo para tener dinero, comprar autoridades y quedarse con el pueblo. Y ése dio la orden de que si se resistían a pagar o a entregar carros como pago, pues había que darle piso a los plebes. Y así lo hicieron”.
“Pantera” habla en un tono de voz normal. No grita, pero tampoco susurra. Habla de esto con la emoción de un contador público que repasa los motivos de su jefe. No hay pena, vergüenza o culpa. Para él, que yo no sepa esto o que me sorprenda con la crueldad de los jefes de Tezontle me hace un ignorante y un debilucho. En su mundo sólo hay dos tipos de personas: los que matan y los que son matados.
“¿Eso significa que, de algún modo, Heriberto aún manda?”, le pregunto susurrando. Él me vuelve a mirar con fastidio. “¿Estás pendejo o qué? Ni modo que el Chapo ya no mande nomás porque estuvo en la cárcel o que Pablo Escobar ya no tenga influencia nomás porque lo mandaron a dormir.
“El patrón sigue aquí, es como Dios, ¿no? Donde haya más de dos invocando su nombre, él estará ahí”.
***
Le pido a “Pantera” acompañarlo hasta la entrada de Tezontle. Asiente, termina de comer, pide la cuenta, me deja pagarla y subimos a un taxi. Tal vez es mi paranoia, pero creo que el chofer lo reconoce y decide manejar todo el trayecto con el radio apagado y la mirada esquiva.
Los 20 minutos en el auto parecen eternos. “Pantera” no habla, sólo mira su celular y yo no puedo preguntarle nada sobre su vida porque no sé si el taxista trabaja con Los Zetas. Es un viaje silencioso, tenso, que termina hasta que pago 60 pesos y pongo los pies en el árido y polvoso Tezontle.
“Yo ya me retiré de eso. Cuando supe lo del morro, pensé ‘no hay necesidad de eso’ y me dijeron que si me hacía sicario. Nel, ni madres. Yo mejor no. Yo vendo polvo [cocaína] en mi casa y así ando bien, tranquilo, vendiendo a los que conozco y no ando comprometiendo mi alma”, dice para excusarse.
Quiero decirle que no le creo, señalarle el callo que tiene en el dedo índice, que es la marca inconfundible de los que no se cansan de jalar el gatillo. Pero me quedo en silencio. Digo “ok” y me quedo con la idea de que esa persona que tengo enfrente seguro reza en la iglesia del pueblo hasta que los hombres, mujeres y niños que mató desaparezcan de sus pesadillas.
Me quedo con la idea de que “Pantera” fue de esos que tiró balas al cielo la noche que avisaron que al “patrón” lo habían matado. Lo imagino llorando de rabia porque le mataron al ídolo, ése que enlutó al país por ambicionar dinero.
Pienso que por más que uno quiera, una vez adentro, ya no se sale del negocio y que “Pantera” es tan culpable como las veces que se dice inocente.
“¿No gustas pasar?”, me dice en la periferia de Tezontle y veo al taxi perderse en el horizonte. “No te vamos a comer, eh”.
Repaso en mi mente aquello que ya tengo para contar esta historia: las casonas, las iglesias, las calles, la gente, la maldita ausencia de Heriberto y su sombra que se extiende sobre pueblos de alrededor. Creo que tengo todo y no quiero arriesgarme a que una Yukon negra me cierre el paso. Después de todo, el mando de “Pantera” es el de un “puchador”, un pequeño vendedor de droga, una de las posiciones menos importantes en un cártel, y si alguien me quiere hacer algo, él no dudará en entregarme para ponerse a salvo.
“Gracias, pero ya debo irme”, respondo y sonríe. Sonríe porque sabe que tengo miedo.
“Adiós, reportero”, grita.
Yo doy la vuelta y busco un modo de volver a la terminal de autobuses. Una escapatoria a esta tierra Zeta a la que prometo jamás volver.
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