Narco cede... disputa entre CJNG, Los Caballeros Templarios y Los Rojos

Para los niños en la plaza central de Ciudad Altamirano, la víspera de Navidad es momento de pastorelas; para los adultos, son días de hacer los pagos.

Por la extorsión de la temporada; para el joven sacerdote Gregorio López, es la hora de morir asesinado. En esta esquina del Pentágono de la Amapola, la noroeste, la sustitución de la Policía Municipal por la federal y el Ejército mexicano no ha alterado la ley de la vida: hay que obedecer o perderla.

Ocurre lo mismo en el extremo contrario, en Iguala, aunque quien manda aquí no sea el cártel La Familia Michoacana, sino Guerreros Unidos. Es cierto que muchos de sus sicarios tuvieron que marcharse cuando el alcalde José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda.


Pasaron a una clandestinidad que terminó con su arresto. Pero quien era su secretario de Seguridad Pública y comandante de los policías que atacaron a los 43 normalistas la noche del 26 de septiembre pasado, Felipe Flores, ha tenido mejor suerte que el matrimonio Abarca-Pineda: no sólo porque ha logrado mantenerse escondido, sino porque quien ocupa ahora su cargo fue su chofer y escolta, Jorge Berrios. Su jefe directo, el síndico procurador del ayuntamiento, Mario Castrejón, llegó al poder con Abarca y se le señala en la entidad como uno de sus hombres.

Ambas ciudades cuentan con cuarteles militares y batallones de infantería —el 34 y el 27— desde los años 70. Lo mismo ocurre con una población intermedia sobre la carretera federal 51, Teloloapan, donde está destacado el 41. Sin embargo, ni para estas localidades ni para las cercanas ésto ha servido esto como un seguro contra la delincuencia. La guerra por el control de las plazas, que disputan esos dos grupos criminales más el Cártel Jalisco Nueva Generación, Los Caballeros Templarios y Los Rojos, así como el recurso del secuestro y la extorsión, han hecho de las muertes violentas un evento cotidiano: en Ciudad Altamirano los homicidios dolosos se triplicaron entre 2005 y 2013, de acuerdo con el Consejo Ciudadano de Seguridad Pública y Justicia Penal, hasta alcanzar 139 por cada 100 mil habitantes, siete veces el promedio nacional. En Iguala, en el mismo periodo, se cuadruplicaron hasta llegar a 62 por cada 100 mil, y también hay reportes de la desaparición forzada de otras 476 personas en el periodo de Abarca, de 2012-14, sin contar a los 43 normalistas. Y en Teloloapan el índice quintuplica el del país, con 96 por cada 100 mil.

De esquina a esquina, se trata de la frontera norte del Pentágono de la Amapola, 11 municipios —incluidos seis de Tierra Caliente— en los que fuerzas federales tomaron el control de la seguridad en octubre y en diciembre, como respuesta a la crisis posterior a los ataques a los 43 normalistas. Poco ha cambiado, sin embargo, para quienes viven fuera de las cabeceras municipales.

“Nadie se traga su cuento”

“Es como una burla desastrosa que, después de tanto merequetengue de que llega el Ejército y meten municipales a la cárcel, los que dirigen la seguridad en Iguala son la misma gente que la dirigía antes”, dice la señora Marta, quien no desea dar su apellido. Esta pequeña comerciante afirma que desde que los Abarca-Pineda se marcharon “se siente menos presión de los malandros, al menos se puede respirar tantito”. Pero, agrega, “los desaparecidos no aparecen y la gente tiene miedo porque sabemos que los federales se van a ir y la maña se queda, ahí sigue”.

Iguala es considerada el principal centro de acopio de opiáceos en el estado y un bastión del lavado de dinero por dos importantes condiciones: tiene un mercado de oro de larga tradición, origen de las fortunas de numerosas familias, como la Abarca-Pineda, y a causa de su amplia población migrante en EU el flujo de remesas justifica la proliferación de casas de cambio.

La señora Marta es familiar de dos desaparecidos y acude regularmente a la iglesia de San Gerardo, donde otras personas como ella se han organizado para impulsar la búsqueda. “El gobierno ni interés tiene”, lamenta. “¿Y cómo, si tendrían que buscar hasta en los mismos cuarteles?”. El 27 Batallón de Infantería, cuya participación en la guerra sucia de los años 70 se señala en el informe final de la Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero, presentado en octubre de 2014, tiene acusaciones recientes de abusos contra civiles, como la desaparición forzada de seis jóvenes el 1 de marzo de 2010, documentada en el reporte Ni seguridad ni derechos, presentado por Human Rights Watch en 2011.

“Nadie se traga su cuento”, continúa Marta, quien enumera hechos: a pesar de que Abarca era investigado por el Cisen, la Secretaría de la Defensa Nacional le cedió un predio de cinco hectáreas para construir un acceso para Galerías Tamarindos, propiedad de Abarca. Además, el ex edil y el anterior comandante del 27 Batallón, el coronel Juan Antonio Aranda, encabezaron juntos al menos cinco eventos oficiales. Uno de ellos, el baile de la noche del 26 de septiembre.

A ‘negociar’ con los capos

Es la cuota de Navidad. Negociable, explican en Ciudad Altamirano, sede del 34 Batallón. Todo depende de las habilidades de cada quien. Una vecina que aprovecha la temporada para vender cajas para regalo, por ejemplo, bajó el pago de los 30 mil pesos que le exigían a, dice, “sólo 25 mil pesos”. Estaba contenta. “Lo hizo mal”, replica otra persona, que habla de incógnito: “Mi cuñado tiene una refaccionaria. Le pidieron 30 mil igual, pero habló con ellos y quedó en 5 mil”. El ejemplo debería servir para el diálogo telefónico de esta noche. Pero algo falla: los extorsionadores no llaman a la hora indicada y los extorsionados no consiguen encontrarlos. A la mañana siguiente, dice el entrevistado, habrá que ir a buscarlos a la tienda, “no sea que vayan a pensar que no quisimos hablar con ellos”. ¿Es posible verlos, entonces, en un lugar fijo? ¿Y si uno va con la policía? “Sería fácil denunciarlos y que se los llevaran. Pero ahí no están los meros meros, sólo sus gatos. Y desde Michoacán te mandarían a levantar”.

Seguridad comunitaria

Contar con el cuartel del 41 Batallón en el pueblo no hace sentir seguro al edil de Teloloapan, Ignacio Valladares, quien no sale de la cabecera municipal sin protección. En 2012, antes de asumir el cargo, fue secuestrado. Sus captores difundieron un video en el que el político recién electo se comprometía con ellos y con el Señor Pez (Juan Hurtado Olascoaga, capo regional de La Familia Michoacana) a nombrar un jefe de policía afín.

En Apaxtla, media hora al sur, los habitantes tampoco gozaban de tranquilidad. Con 153 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, la cifra oficial equivale a ocho veces el promedio nacional de 2013. Pobladores recuerdan a hombres armados que se paseaban por las calles secuestrando y extorsionando. El alcalde Efraín Peña Damacio narra cómo fue que su director de Servicios Públicos, Efrén Salgado Santana, fue raptado en julio de 2013 frente a sus propios ojos, los de sus funcionarios y dos policías en pleno evento de inauguración del primer cajero automático, a mediodía, en el centro del pueblo: “Nosotros, impotentes, sin poder hacer nada”.

En noviembre de 2013, los habitantes marcharon con machetes y constituyeron el Movimiento Apaxtlense Adrián Castrejón, una policía comunitaria que consiguió ponerle límites a La Familia Michoacana. Tuvieron que aguantar la presión de los criminales, que acusaban a Guerreros Unidos de agitar al pueblo en su contra y detenían autobuses en busca de apaxtlenses, a quienes levantaban para exigir la desmovilización de la gente. Eso duró casi un año, hasta que el 19 de octubre las fuerzas federales asumieron la seguridad.

Pero su influencia no va muy lejos. Dos integrantes del movimiento, hombres cincuentones que prefieren no dar sus nombres, explican que la Policía Federal “no sale de allá abajo” (el centro, a cinco cuadras), que sólo el Ejército realiza patrullajes por los barrios periféricos —“pero ahorita tiene como unos ocho, 15 días que no sube— y que los malandros se mueven con plena libertad en los cerros vecinos y en el resto de las comunidades de este municipio de 857 kilómetros cuadrados. Agregan: “Si esta gente quisiera entrar por aquí (a 100 metros del límite del pueblo), en lo que aquellos (los soldados) se mueven, ya se llevaron a alguien”.

Denuncian que, además, en la milicia hay complicidades con delincuentes: “El Ejército no puede resolver el problema porque está involucrado también”. El problema de que los mandos que llegan a relevar a sus compañeros no reciben información básica, como mapas, se ve agravado porque “hay oficiales que apoyan a cierto grupo. Cuando viene a Apaxtla alguien que está en contra de este grupo que estaba, pues sí nos va bien, nos apoya a nosotros. Pero cuando viene un compañero de ellos, es cuando nos desarman y tenemos que estar cuidándonos también de ellos”.

A pesar de ello la presencia federal se agradece. “La policía sí no ayuda mucho, pero el sólo hecho de su presencia pues ayuda también. No es fácil meterse al pueblo sabiendo que está”. Pese a ello, prosiguen los comunitarios, lo fundamental es la gente: “Mientras las cosas estén mal arriba, nosotros vamos a estar armados. Si nosotros no hubiéramos tomado las armas, definitivamente quién sabe cómo estaría Apaxtla”.

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