Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Son las 3 de la mañana y Javier Aceves siente que su corazón va a salirse del pecho.
Tiene una taquicardia tan fuerte, tan repentina, que está seguro que pronto tendrá un infarto y teme que nadie detenga su auto de madrugada en esta carretera solitaria que lleva a Ciudad Victoria, Tamaulipas, para ayudarlo y llevarlo a un hospital.
Piensa que morir infartado a la orilla de una carretera oscura es una gran tragedia, hasta que de pronto un temor mayor lo invade: la razón de esa taquicardia es que observa, por el retrovisor, cómo cuatro hombres armados con metralletas avanzan hasta su camioneta estacionada, luego de que sus perseguidores se lo ordenaran con tres golpes de luces.
En Ciudad Victoria, escribe Javier, hay que pensar rápido. En un segundo, el joven de 28 años, piensa en acelerar y tratar de ganar una persecución, pero ha escuchado suficientes historias sobre personas que hacen lo mismo y mueren baleadas por no detenerse; después piensa en parar y esperar, aunque ha oído historias de personas que obedecen y sufren un secuestro. En la primera opción, piensa, ya sean militares, policías o delincuentes morirá abatido; en la segunda, tal vez se trate de una revisión de rutina y todo termine en un susto.
La segunda opción supone más posibilidades de sobrevivir, así que orilla la camioneta Pathfinder azul 2010, gira la llave de ignición, espera con las manos en las piernas y luego se las lleva al pecho para impedir que se le salga el corazón. No quiere voltear, así que espera a que los cuatro hombres se pongan a su lado para comenzar a hablar.
–Buenas noches…
–Ahora sí, hijo de la chingada, ya te agarramos…
–¿Perdón?
–¡Ya valiste madres, perro! ¡Estás oficialmente retenido por el Cártel del Golfo!
Un golpe en la nariz. Otro más en la cabeza. Un cachazo en la frente que abre una herida sangrante. Ahora un jalón de camisa que se convierte en asfixia por el cinturón de seguridad que sigue puesto. “Ábrenos, hijo de la chingada, o ahorita mismo te matamos”. “Ahorita” es el 2 de septiembre de 2011.
Javier sube los seguros eléctricos, que permiten a los hombres meterse al auto. Dos usan el asiento trasero, uno el del copiloto y otro vuelve a la camioneta de donde bajaron. La boca de la escopeta se hunde en su costado, mientras maneja, aturdido, sin saber a dónde.
–Vas a cantar por las buenas o por las malas ¡llévanos a casa del contador!
–¿Cuál contador, señor? Me está confundiendo…
–¿Ah sí? ¿me dices mentiroso? Párate, hijo de tu p*ta madre. Te voy a enseñar modales.
Javier orilla el auto. Baja temblando. Las piernas apenas lo sostienen, pero logra caminar. Los dos hombres que viajaban en silencio en el asiento trasero lo toman de los brazos, los ponen de pie frente a las luces de su camioneta y, sin decirle nada, lo voltean y le bajan los pantalones y calzones hasta los tobillos.
–Empínate, pendejo – le dice uno, por fin, mientras el hombre que viajaba como copiloto va a la camioneta que los sigue, hurga en los asientos y vuelve con un pedazo de madera.
–No, señor, por favor no. Me está confundiendo – suplica Javier, aterrado.
–¿No vas a obedecerme? – grita el captor y en respuesta obtiene silencio y unos pantalones caídos.
El madero pega tres veces en las nalgas de Javier. El primer golpe le deja un gran hematoma en la piel; el segundo abre la piel y la hace sangrar; el tercero, una sospecha de cadera dislocada. No lo ve, pero Javier intuye que ese madero debe pesar unos 8 kilos y que el hombre que lo golpea debe balancear todo su cuerpo para agitarlo en el aire.
Antes del cuarto golpe, el miedo tira a Javier y su cartera cae. Uno de los cuatro hombres la levanta y revisa cada credencial, incluyendo la del Instituto Federal Electoral, que tiene la dirección de la casa donde vive con su esposa. Minuciosamente revisa la fotografía donde aparece el joven con camisa roja, ojos negros, cabello castaño lacio, piel morena, un incipiente bigote y labios gruesos.
La lleva con quien parece estar al mando del “levantón”. Mira el plástico y mira a Javier. La fotografía y el hombre. El retrato y ese cuerpo tirado en algún paraje de la carretera, a quien las lágrimas se le desbordan del dolor y el miedo.
–Te voy a hacer una pregunta, hijo de la chingada, y si me respondes con pendejadas te va a cargar la verg... Te tengo investigado, si me mientes te voy a dar piso, ¿a qué te dedicas?
Y Javier suelta la lengua. En tiempo récord le dice su nombre, su edad, que es soltero, bebe cerveza y tequila, no le gusta el cigarro y no usa drogas, que siente respeto por los hombres del cártel, pero que él sólo es mecánico automotriz. Que esa Pathfinder es de un cliente suyo y que la tomó para buscarle refacciones para el motor, se le hizo tarde y por eso maneja de madrugada. Y que no tiene mucho dinero, pero que en casa tiene un cochecito y si quieren, les endosa la factura, pero que por favor lo dejen ir, porque él no conoce a ningún contador ni les sirve de algo porque tiene un problema cardiaco que le impide hacer cualquier actividad física.
–Súbete a la camioneta, perro, y maneja – ataja el líder.
Javier maneja por cuatro horas. Lo hace por caminos que ellos le ordenan, mientras recogen documentos, entregan bolsas, reparten dinero, compran comida. Sin que se lo confirmen, él sabe lo que pasa: ya es un secuestrado y hace labores para ellos, quienes lo tratan como propiedad, no como persona.
Maneja sin comer ni beber hasta el amanecer, en silencio, mientras los otros tres hombres y la camioneta que lo siguen se comunican por radio con claves parecidas a las que usan los policías. Sólo se comunican con él con monosílabos y si les da la gana, le dan un golpe en la boca del estómago que le quita el aire.
En el asiento trasero, los dos hombres esnifan cocaína como si fueran aspiradoras. El hombre de adelante se emborracha con una botella de whisky y se ríe de Javier, tratando de hacer ameno el momento. “¡Ay, mijo! ¿no le dijeron que en mi plaza no se puede manejar de madrugada?”
De pronto, una voz taladra el radio. Los tres hombres se ponen en posición de alerta. Los de atrás guardan las grapas de cocaína, el de enfrente cierra la botella. La camioneta que los sigue le ordena a Javier que se detenga con otros tres golpes de luz.
–Aquí (alguna clave inaudible), bien v*rgas para lo que se ofrezca, comandante… sí, señor… vamos para allá… al tiro, señor – responde el líder.
Entonces sucede lo inesperado: los tres bajan de la camioneta apuntando a Javier con sus armas. Acuerdan dejarlo en la carretera e ir a la misión que les han encomendado. La taquicardia vuelve a Javier con sólo pensar que lo van a matar.
Los ve discutir dos minutos. Sabe que hablan de él, que están debatiendo su futuro, que están acordando dejarlo libre o matarlo con dos, tres o cuatro tiros. No puede verlos, sólo fija la mirada en el horizonte que ha comenzado a clarear y cuando siente que el jefe se acerca cierra los ojos.
–Ya nos vamos, perro. La mera verdad, ya sabíamos que no eras tu el bueno.… ya sabes… el jale anda flojo ahora –le dice el líder–. Ahí te dejamos tu mueble (automóvil) para que te regreses, pero no hagas pendejadas… no salgas de madrugada… Es peligroso…
Javier no da crédito a lo que escucha. Lo dejarán libre. Vivo. Golpeado, con la cadera hecha pedazos, el corazón revolucionado como motor, con náuseas, sabor a sangre en la boca, dolor en el estómago –todo por diversión de ellos–, pero vivo.
Y no sabe porqué, pero les agradece. Incluso, quiere tomar la mano de su captor para besarla, confiesa con vergüenza. Ahora le da pudor, pero en ese momento fue una alegría genuina. Le dice “gracias, mi señor”.
–Ahora, lárgate, hijo de la chingada. Ve y dile a la perrada que el Cártel del Golfo es bondadoso con la gente que se alinea.
No lo piensa más. Javier arranca la camioneta y por un kilómetro más aún maneja con ellos en la retaguardia, hasta que lo rebasan. Entonces, se vuelve a orillar, vomita, llora y vuelve a subirse a la camioneta.
Sólo se detiene una vez más para cargar gasolina. El último alto lo hará al llegar a casa y dormir un poco. Recuperarse de un secuestro de cuatro horas.
Al despertar, gritará a su esposa que haga maletas, que suba al auto que ofreció con factura endosada y que no pregunte nada. Viajará por seis horas hasta un lugar que no quiere revelar, donde ahora vive con unos familiares desde hace veintiún meses.
–Aunque el Cártel diga que es bondadoso, cuando me desperté me di cuenta que se quedaron con mi credencial de elector…– concluye Javier en su carta.
La vida ya no fue la misma desde esa madrugada....
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