LA HISTORIA DE MIGUELITO "El NIÑO DE HOLLYWOD", SICARIO VIOLENTO QUE DEBIA 56 EJECUCIONES

Miguel Ángel Tobar era un hombre que desde noviembre de 2009 sabía que sería asesinado.Él tenía dudas acerca de quién lo asesinaría. A veces creía que lo harían unos policías del occidente de El Salvador.

 A veces creía que sería asesinado por pandilleros del Barrio 18. Pero la mayor cantidad de veces en las que pensaba acerca de su muerte, estaba convencido de que sería asesinado por pandilleros de la que fue su pandilla, la Mara Salvatrucha.

Miguel Ángel Tobar, un hombre de 30 años, estaba convencido de que no moriría de un ataque cardiaco ni de una caída desde las alturas ni tampoco de viejo –jamás pensó que moriría de viejo–. A veces pensaba que moriría masacrado en alguna vereda polvosa del departamento de Santa Ana o una del departamento de Ahuachapán, en el occidente de El Salvador. Desde enero de 2012 que lo conozco, siempre tuvo presente que “la Bestia” lo seguía.

Lo decía todo el tiempo. Hablaba de ella para referirse a esa muerte rabiosa que no te lleva, sino que te arranca de este mundo. Hablaba de ella porque la conocía, porque él la había ejecutado tantas veces. Por eso, Miguel Ángel Tobar recuperó el año pasado la escopeta 12 que había enterrado en un predio baldío luego de robarla al vigilante de una gasolinera del municipio de El Congo durante un asalto que la policía le pidió que hiciera.

Era complicada la vida de Miguel Ángel Tobar. Por eso él consiguió a principios de este año una pistola 357, pero la policía se la decomisó cuando él caminaba cerca de su casa, en el cantón Las Pozas, del municipio de San Lorenzo, en el departamento de Ahuachapán.

Por eso, porque sabía que “la Bestia” lo seguía, Miguel Ángel Tobar cruzó la frontera con Guatemala por un punto ciego a principios de este año y pagó 20 dólares para que le fabricaran un trabuco –dos piezas tubulares de metal que al chocar percuten un cartucho de escopeta 12–. Miguel Ángel Tobar sabía que sería asesinado, pero pretendía evitar ser descuartizado, torturado, ahorcado. Él prefería un balazo.

Sabía tanto que su muerte sería un asesinato que el tema se podía tocar sin ningún tapujo. El martes 14 de enero de 2014 lo visité. Solía visitarlo al menos una vez al mes desde que lo conocí en enero de 2012. Ese día él sentía que su muerte estaba más cerca que de costumbre. La noche anterior le dijeron que unos jóvenes habían llegado al cantón donde él vivía y habían preguntado por el marero del lugar. Ese día hablamos adentro del vehículo de vidrios polarizados en el que lo visité. El motor del carro nunca estuvo apagado.

–Ey, hay un problema, Miguel. Como a cada rato cambiás de teléfono, cuesta localizarte. Necesito que me des números de tu familia para llamarles por cualquier cosa –le dije aquel martes.
–Ah, simón, por si algo pasa… O sea, para que te avisen cuando me maten y te digan: “ey, mataron al Niño” –me dijo en la pick up Miguel Ángel Tobar, que siempre se refería a él por el apodo que tenía en la Mara Salvatrucha. El Niño de la clica de los Hollywood Locos Salvatrucha de Atiquizaya.

El viernes 21 de noviembre no me llamó ningún familiar. Me llamó un vecino del Niño desde el cantón Las Pozas. Fue él quien a las 3:43 de la tarde me anunció que había pasado lo que todos sabíamos que iba a pasar.

–Ey, malas noticias. Le dieron al Niño en San Lorenzo.

Miguel Ángel Tobar era un asesino.

Si se le preguntaba a cuántas personas había asesinado, él contestaba:

–Me he quebrado… me he quebrado 56. Como seis mujeres y 50 hombres. Entre los hombres incluyo los culeros, porque he matado a dos culeros.

Miguel Ángel Tobar era un asesino.

En expedientes policiales hay evidencia de 30 de los homicidios en los que ese hombre participó cuando era pandillero de la Mara Salvatrucha, la pandilla más peligrosa del mundo, según el FBI, la gran pandilla de centroamericanos que nació a finales de los años setenta en el sur de California y que fue desterrada, junto a unos 4 mil de sus miembros, hacia Guatemala, Honduras y El Salvador cuando aún había guerras civiles en la región, a finales de los ochenta. Ahora, sólo en El Salvador, se calcula que tiene unos 40 mil miembros. Lo que Estados Unidos pretendía desaparecer fue multiplicado.

Miguel Ángel Tobar era un asesino.

Era uno despiadado. Allá por 2005 asesinó junto con otros pandilleros a un joven de unos 23 años a quien apodaban El Caballo. Ese hombre, en un acto de estupidez, había decidido tatuarse un 1 en un muslo y un 8 en el otro, pero también tenía tatuadas dos letras en el pecho: MS. Quién sabe cómo lo logró, pero El Caballo se presumía pandillero del Barrio 18 cuando le convenía y marero de su archirrival, la MS, cuando era mejor para él. Miguel Ángel Tobar descubrió su secreto, lo adentró con mentiras en los montes de Atiquizaya junto a otros MS. Lo asesinaron. Basta decir que El Caballo murió sin brazos, sin piernas, sin tatuajes. Y cuando ya no tenía nada de eso, aún alcanzaron a torturarlo unos minutos más. Fue ese día cuando Miguel Ángel Tobar, que era conocido en su clica como Payaso –gracias a su cara socarrona, alargada, boca grande–, se cambió su apodo al de Niño, porque cuando le sacó el corazón al Caballo tuvo una epifanía y aquello le pareció como el nacimiento de un bebé. De un niño.

Miguel Ángel Tobar era un asesino.

Eso todos lo saben desde hace mucho. La policía, cuando se le acercó a principios de 2009 para que le ayudara a resolver casos de homicidios cometidos por la Hollywood Locos Salvatrucha, sabía que se acercaba a un homicida. Nunca creyeron que era otra cosa. De hecho, el cabo de la policía que llegó hasta su casa en el cantón Las Pozas a buscarlo aquella tarde que Miguel Ángel Tobar decidió traicionar a su pandilla, debió tener precauciones. El pandillero estaba armado esa tarde con una .40 y una .357 y bajo los efectos del crack, pero aceptó acercarse hasta el puesto de investigadores del municipio de El Refugio.

El Niño se sentía acorralado. Su clica empezaba a sospechar que él era el asesino de tres de los pandilleros de la clica de los Parvis Locos Salvatrucha de Turín (municipio vecino de Atiquizaya) que habían matado a su hermano. Así es el interior de una pandilla, un manglar de intrigas y conspiraciones entre sus propios miembros. El hermano del Niño, apodado El Cheje en su clica, fue asesinado en 2007. El Niño, poco a poco, vengó su muerte discretamente, sin anunciarlo a nadie de su clica. Asesinó al Chato, Zarco y Mosco de un tiro en sus cabezas. Sólo sobrevive un pandillero conocido como Coco, que huyó de la zona occidental del país al ver que sus amigos de crimen caían uno a uno con el cráneo perforado por el hermano de su víctima.

Sin embargo, Miguel Ángel Tobar fue mucho más que un asesino. Él fue la llave que la policía y la fiscalía usaron para meter en la cárcel a más de 30 pandilleros de las clicas Hollywood, Parvis y Ángeles, de Santa Ana y Ahuachapán. Fue el testimonio de ese hombre el que logró que un juez dictara 22 años de prisión contra los dos líderes de la Hollywood. Uno es José Guillermo Solito Escobar, conocido como El Extraño, un treintañero líder de la pandilla en la zona de Atiquizaya. El otro, Chepe Furia. Hoy, gracias a lo que dijo Miguel Ángel Tobar en un juzgado especializado de San Miguel, Chepe Furia y El Extraño cumplen 22 años de condena por haber asesinado a un informante de la policía en el Departamento de Usulután el 24 de noviembre de 2009. El muchacho se llamaba Samuel Trejo, tenía 23 años cuando lo asesinaron, y era conocido en la pandilla como Rambito.

Miguel Ángel Tobar era un asesino.

Sin embargo, sin su ayuda, 30 asesinos estarían sueltos en El Salvador. Y probablemente –muy probablemente– ese hombre fue asesinado por haber dado esa ayuda a la justicia salvadoreña. Y quizá hubiera encerrado a 11 más, pero ya no podrá declarar en el juicio contra los pandilleros acusados de tirar cadáveres en un pozo abandonado en medio de una milpa en el municipio de Turín.

El viernes 21 de noviembre no sólo fue asesinado un asesino. Fue asesinado un testigo protegido del Estado salvadoreño. El viernes 21 de noviembre Miguel Ángel Tobar fue asesinado a balazos en un acto de sicariato. Ese día fue asesinado un hombre al que el Estado salvadoreño prometió proteger a cambio de su testimonio. Era un hombre al que incluso el Estado le había dado un nuevo nombre: Liebre o Yogui. Así lo llamaban en los expedientes judiciales y en los juicios, cuando aparecía con un pasamontañas y vestido de policía con uniformes que le sobraban en su cuerpo menudo pero recio. Miguel Ángel Tobar era un hombre que fue asesinado mientras el Estado cuidaba de él.

(…) En El Refugio vivían El Niño, su compañera de vida, de 18 años, y su hija Marbely, de dos. Vivían de lo que El Niño pudiera hacer, que era cultivar marihuana o traer un poco de marihuana desde Guatemala a través de sus contactos y venderla en pequeñas dosis a los pocos consumidores que sabían que él vivía ahí. Por lo demás, la Unidad Técnica Ejecutiva del Sector Justicia (UTE) le enviaba cada mes una canasta, la canasta que preparan para los testigos criteriados que no viven en casas de seguridad de la UTE. La canasta es miserable.

La UTE atiende a unas mil personas cada año. La gran mayoría son víctimas o testigos oculares de algún hecho delictivo. Sólo unos 50 cada año son como El Niño, testigos criteriados. Asesinos, ladrones, coyotes protegidos por la fiscalía y la policía para que declaren en juicio. El trato es sencillo: protección y mantenimiento a cambio de la traición en juicio a tu grupo de criminales.

Así, El Niño obtenía del Estado la casita con solar y una canasta mensual con cuatro libras de frijoles, otras cuatro de arroz, pasta, salsitas de tomate, sal, azúcar, aceite, papel higiénico, jabón, cepillo. Punto. Por eso, para comprar más comida, ropa para la niña o leche, El Niño vendía marihuana.

Lo que ocurrió es que desde enero de 2014 la canasta dejó de llegar (…) El Niño aún tenía que declarar contra los policías y contra los asesinos del pozo de Turín –donde él mismo participó en el lanzamiento de dos cadáveres–. Y no sólo la canasta. Los 60 dólares que los policías le entregaban de vez en cuando dejaron de llegar. Cuando la policía consigue testigos que dan buena información, suelen darles una pequeña cantidad mensual para mantenerlos controlados.

El Niño decidió largarse en marzo de la casita de El Refugio con su mujer embarazada y Marbely.

Al principio, El Niño dejó a su familia en la casa de Las Pozas y se fue a vivir en un monte cercano en una casita abandonada que algún agricultor de la zona levantó años atrás. Vivía resguardado por la escopeta 12 que escondió tras el asalto a la gasolinera. Ese asalto a la gasolinera de El Congo en 2009 era una acción policial.

El Niño era el infiltrado en el grupo de pandilleros cuando la pandilla aún no se enteraba de que era un traidor. Él iba a informar del asalto minuto a minuto para que la policía llegara. Eso hizo. Envió mensajes, pero las patrullas nunca aparecieron, así que decidió participar de lleno en el asalto y llevarse la escopeta del vigilante y algo de dinero.

El Niño recuperó su escopeta cuando se fue de El Refugio, y se llevó consigo a tres muchachos de Las Pozas a los que él llamaba ganyeros, porque todos consumían marihuana y de alguna u otra forma tenían problemas con los MS que de vez en cuando llegaban a Las Pozas a vigilar que el Barrio 18 no se hubiera tomado ese territorio de nadie. En Las Pozas hay pintas de la MS y de la 18. Es un territorio de paso de ambas pandillas.

El Niño y los suyos, allá en el monte, dormían por turnos: dos descansaban y dos vigilaban, y bajaban sólo si era necesario proveerse de algo (…)
Poco a poco fue midiendo los riesgos en Las Pozas y decidió volver a la casa de su madre, donde nació y creció. Vivía en alerta. Tenía un sistema de ganyeros que vigilaban cualquier movimiento extraño.

Ya fuera de El Refugio era mucho más difícil localizarlo. Se deshacía de los celulares cada semana. Viajaba por el monte hacia Guatemala a comprar onzas de marihuana para venderlas en Las Pozas. Fue detenido varias veces por soldados y policías. Le decomisaron las armas, lo arrestaron cuando iba al río a pescar y le encontraron dos puros de marihuana que pensaba fumarse para relajarse un poco. Lo llevaron a Atiquizaya y lo metieron en la bartolina de los MS. Eso ocurrió el pasado octubre. El Niño había dicho que él era un retirado de la clica de los Centrales Locos Salvatrucha de San Salvador. El Niño me contó que un policía pasó por la celda cuando él ya estaba adentro y dijo: “Éste es El Niño de Hollywood, el que metió preso a Chepe Furia”. El Niño, por suerte, había logrado esconder la hoja de una navaja de bolsillo en su calcetín. Se amotinó en una esquina de la celda, pero los pandilleros –muy jóvenes, los recordó El Niño– no se atrevieron a atacar al celebérrimo expandillero. Finalmente, llegó la orden de que lo sacaran de esa celda, porque él, mientras blandía su navajita frente a los mareros, estaba bajo la protección del Estado. Eso se suponía.

El Niño era lo que era, un hombre de vida dura, un delincuente. Y ya suelto, empezó a vivir como tal. Se peleaba en la cantina. E incluso en una ocasión noqueó a un policía vecino, que un día borracho entró a casa del Niño aprovechando que éste dejó la puerta abierta para meter un tercio de leña, y empezó a insultarlo diciéndole “culero, traidor de la Mara, maricón”. El Niño lo atizó. Horas después, el policía recibió dos disparos de escopeta 12. Él acusó al Niño. Tres testigos de la zona me aseguraron que fueron dos muchachos desconocidos en el cantón que pasaron por ahí. El Niño ya no tenía su escopeta en ese entonces. Él me aseguró que fueron “unos bichos 18” que, según su hipótesis, pasaron y vieron al policía de la División de Investigaciones Criminales de Santa Ana ebrio y decidieron atentar contra él.

Era muy común que El Niño se despidiera de la misma manera tras mis visitas.

–Va, pues, a ver si cuando vengás a la próxima sigo vivo.

La reconstrucción que la policía hizo de la escena del crimen señaló esto: El Niño iba en bicicleta por la calle hacia el Portillo, en San Lorenzo. Es una calle que conecta con caminos de tierra que llevan hasta el cantón Las Pozas. De frente a él, una mototaxi apareció con dos hombres gordos, rapados y de unos 40 años. Lo embistieron con la mototaxi. Su bicicleta quedó tirada. El Niño corrió. El primer tiro de los seis le entró por la espalda. Las primeras gotas rojas sobre el pavimento están a apenas un metro de la bicicleta. Avanzó mientras le asestaron otros dos tiros, uno en la cabeza, atrás de una de sus orejas, y otro al costado. Las gotitas se hacen más frecuentes a los 15 pasos largos. Dio 15 pasos más. Cayó boca abajo. Se volteó hacia arriba para pelear. Los victimarios se acercaron y le metieron tres tiros más. Cabeza y pecho. Los casquillos de las balas están ahí, junto al charco de sangre pintado en el pavimento, esparcido, como si un animal herido se hubiera arrastrado.

Los asesinos se largaron no hacia el monte, sino hacia el pueblo de San Lorenzo en una de esas mototaxis que hacen un estruendoso ruido. La escena está a unos 50 metros del puesto policial. Los policías llegaron como 20 minutos después del hecho. No hubo operativo de búsqueda ni nada por el estilo.

Lo imagino, sobre todo, revolcándose en el pavimento y boqueando sangre. Lo conozco. Sé que peleó como animal hasta el último momento. Ya lo habían intentado matar antes. Ya había peleado como bestia, con cada pedazo de su cuerpo. Siempre dijo que un balazo era algo que seguramente le ocurriría, pero que se lo llevara “la Bestia”, que lo levantara y lo llevara a un lugar donde matarlo tranquilamente… “Eso no, eso está paloma”, decía. Y lo decía porque lo sabía, porque él había sido esa bestia antes.

El viernes 21 de noviembre de 2014, el día de su muerte, El Niño había ido a San Lorenzo a registrar a su segunda hija. Llevó su identificación y la de su mujer. Le puso Jennifer y tiene tres meses de edad. Ella se quedó huérfana de padre el mismo día que su padre la reconoció como su hija.

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