Asi es una visita a el "Museo del Narco" de la SEDENA

El acceso no es público. Sólo pueden entrar militares, diplomáticos y prensa. Para hacerlo se debe tramitar un permiso especial enviando una carta a la Sedena con el nombre del medio de comunicación y el de los corresponsales que ingresarán. 

Después de varios meses, se recibe una llamada en la que te indican el día y la hora de visita.

La cita es en el módulo 4 de la Sedena, ubicado en la delegación Miguel Hidalgo de la capital mexicana. En la oficina de ingreso entrego mi credencial de elector y me dan un gafete de visitante. 

Un teniente me está esperando para llevarme hasta la entrada del museo. Caminamos por varios patios con el césped perfectamente podado. A la distancia, en la explanada de este conglomerado de edificios de la Sedena, un grupo de soldados rasos marcha a la intemperie. 

Entramos a un bunker y después de pasar un control de seguridad nos dirigimos al elevador. En el piso siete nos espera el mayor Sánchez, encargado del museo y quien será mi guía. 

Durante la hora y media en que recorremos las diez salas en que se divide el museo, estaré acompañado por personal militar que en todo momento me estará tomando fotos para el anuario de visitantes.


Comenzamos con una placa que abarca una pared entera con el nombre y grado de todos los militares “que ofrendaron su vida en el cumplimiento de su deber”. La lista inicia en 1974. Lo primero que llama la atención es que en las últimas tres décadas del siglo pasado el número de soldados caídos no rebasa los veinte por año. Es a partir de 2007, cuando el ex presidente Felipe Calderón inició su cruzada contra las drogas, que el número comienza a incrementarse: 37 soldados abatidos en 2007, 56 en 2008 y 88 en 2010, el año con más bajas.

“Es cuando el ejército comienza a hacer labores de patrullaje contra la delincuencia organizada en todas las regiones del país”, dice el mayor Sánchez.

Al entrar al museo, la puerta debe permanecer cerrada con llave. No sé por qué pero así son las reglas. La primera parada es frente a un mural pintado por un militar en retiro. En un paisaje serrano, soldados acompañados por perros adiestrados avanzan hacia un sembradío de marihuana y amapola. Helicópteros, aviones del ejército y camionetas Hummer acompañan las labores de los soldados. A la manera de los antiguos murales de Diego Rivera en Palacio Nacional, es un despliegue de patriotismo exacerbado, rimbombante y maniqueo.

En la segunda sala pasamos por la historia del consumo de drogas en México, desde las culturas prehispánicas que usaban los alucinógenos y estimulantes en rituales religiosos hasta la aparición de la marihuana con el descubrimiento de América, el uso que tuvo durante la segunda guerra mundial y la llegada del opio a nuestro país con las colonias de chinos que se establecieron en los estados del norte, principalmente en Baja California y Sinaloa.

La tercera sala es acerca del Triángulo Dorado, la zona más profunda de la Sierra Madre Occidental que comparten los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango, enclave para la siembra de marihuana y amapola en México. Hay una maqueta con relieve que ubica las zonas de la sierra sinaloense donde las Fuerzas Armadas han quemado la mayor parte de los sembradíos. En un mapa nacional, destacan Sinaloa y Guerrero como las dos regiones en donde más cantidad de sembradíos han sido ubicados.

En la siguiente sala hay un narcolaboratorio. Piezas confiscadas en laboratorios clandestinos decomisadas en varios municipios de Sinaloa.

“Hace poco todavía olía mucho. Es más, si destapa estos artefactos en pocos minutos toda la sala empezará a oler muy fuerte a químicos”, dice Sánchez.

En una representación a escala con un maniquí y utilería se observa a un campesino aparentemente descansando sobre una piedra. Sin embargo, entre sus pertenencias están un radio y un celular, lo que lo identifica como un halcón.

Una de las áreas más interesantes del museo es la dedicada a las diferentes modalidades en que es transportada la droga hasta los Estados Unidos. Muchas de estas formas ya no son empleadas. Una de ellas, que me recuerda de inmediato al corrido de Los Tigres del Norte sobre Camelia la Texana, es la de llevar los paquetes con marihuana en el interior de las llantas de los autos.

“Esa ya prácticamente está descontinuada”, dice el Mayor.

Pero hay otras, como la catapulta que lanza los paquetes con droga de un lado a otro de la frontera que, por increíble que parezca –por lo rudimentario del artefacto empleado- aún funciona. O el caso de las lanchas que desde las playas de Ensenada cruzan hacia San Diego bordeando la costa del Pacífico.

La más dramática, sin duda, es la de las mulas, las mujeres empleadas para pasar la droga escondida en pequeñas dosis en su cuerpo. En este caso, un maniquí femenino con el vientre abierto expone la manera en que los paquetes son escondidos o almacenados en el vientre para después ser evacuados de manera natural.

La penúltima sala es, en palabras del propio Mayor, la que más morbo genera entre los visitantes. Aquí se exhiben todas las armas y los objetos extravagantes confiscados a los narcotraficantes detenidos o abatidos por el Ejército. Desde una chamarra blindada y unas botas de piel de cocodrilo que pertenecieron a Osiel Cárdenas Guillén, ex líder del Cartel del Golfo hoy detenido en una prisión de Houston, Texas, hasta celulares con diamantes incrustados confiscados a integrantes de los zetas. A lo largo de toda una pared se muestran, guardadas en exhibidores encristalados, armas bañadas en oro o con diamantes, cadenas de oro con la palabra Z estampada en dijes del tamaño de un centenario, celulares con protectores de oro, pulseras, anillos, todo brillante. La mayoría de las armas tiene grabada en su culata una imagen de la Santa Muerte.

Un maniquí vestido a la manera de los narcos de la época de Caro Quintero (sombrero, camisa Versace, cinto piteado y botas de avestruz) forma parte de esta sección denominada “narcocultura”. Un altar a Malverde, “el santo de los narcos”, con otra imagen de la virgen de Guadalupe al lado, pone de manifiesto la religiosidad de los narcos aprehendidos.

“Antiguamente a los narcos les gustaba ser ostentosos”, comenta mi guía. “Actualmente buscan pasar desapercibidos, manejar un perfil bajo y por tanto ya no se visten así.”

En esta sección otro de los objetos más sorprendentes es una escultura de un metro de altura de un caballero templario medieval, bañado en oro, confiscada en el domicilio de Nazario Moreno González, “El Chayo”, antiguo líder de la Familia Michoacana hoy Caballeros Templarios, abatido por la Marina en marzo de 2014. Una espada finamente labrada acompaña a esta escultura.

Sin embargo, una de las piezas más valoradas es la pistola Magnum confiscada a Alfredo Beltrán Leyva “El Mochomo”, detenido por el Ejército el 21 de enero de 2008 en Culiacán, cuya aprehensión detonó la guerra entre el Cártel del “Chapo” Guzmán y el grupo de los Beltrán Leyva.

“Es una pistola muy, muy pesada, no sé cómo la cargaba”.

“A este anillo le faltaban tres diamantes y ¡uh! no se imagina, hubo un problemón”, me dice el mayor a propósito de un anillo grueso de oro con decenas de diamantes incrustados al que, sin embargo, se le perciben tres diminutos huecos libres.

En otras vitrinas se exhiben cuernos de chivo también bañados en oro y con ornamentos religiosos. Una mesa de cedro labrada con imágenes de la santa muerte, de Malverde y de la Virgen de Guadalupe, confiscada en Sinaloa que servía, según el mayor, para partidas de cartas o dominó.

Pero quizá lo que muestra más a fondo la cultura del narco no es tanta ostentación brillante y costosa sino una simple fotografía, asegurada en una casa donde se detuvo a un narcotraficante en Guerrero, en la que se muestra a un recién nacido en pañales rodeado de decenas de rifles AK 47 como si fueran muñecos de peluche.

Antes de abandonar el museo le pregunto dos cosas al mayor. ¿Por qué el museo está cerrado al público en general? “La razón es que este museo es de carácter didáctico para adiestramiento de personal militar. Para que conozcan las formas de actuar de la delincuencia organizada. No es para difundir ni para promover. Si yo traigo al ciudadano común y corriente va a aprender qué es lo que puede hacer para ocultar o traficar la droga o al ver las armas tan ostentosas puede llegar a decir: yo quiero esa arma.”

A la otra pregunta, el mayor me responde que el museo es visitado en su mayoría por periodistas de medios tanto nacionales como extranjeros. En menor medida vienen alumnos de escuelas militares de varios países y personal de embajadas.

Al salir del museo me piden que escriba en el libro de visitas mis impresiones. Solamente doy las gracias por el permiso concedido y abandono la sala. Dos soldados me escoltan hasta el elevador. Tras de mí, las puertas del museo se vuelven a cerrar con llave.

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