A Rogelio Ortega Martínez, hoy gobernador del estado de Guerrero, lo atraparon “de noche, al salir de la casa. Dos coches le bloquearon el paso.
Encapuchado, fue arrastrado hasta una mazmorra de 1,6 metros de largo por uno de ancho, donde no cabía estirado. En ese espacio mínimo descubrió el infierno”, le confiesa al periódico español El País el titular del Ejecutivo guerrerense.
Nunca antes había hablado con la prensa de su propia desaparición forzada hace cerca de 40 años, y lo hace después de una amplia entrevista en la que responde a la prensa europea una pregunta de Perogrullo.
“¿Es usted consciente de que Guerrero da miedo a mucha gente de fuera?” “Imagínese los que vivimos ahí”, responde y se sincera fuera del formato de la entrevista.
Recuerda que mientras su familia se movilizaba denunciando su desaparición “él, bajo una incesante luz eléctrica, conoció las mil formas de la bestialidad. De día y de noche fue torturado hasta que, cuando ya se daba por muerto, el cerebro de la guerra sucia, el mayor Arturo Acosta Chaparro, entró en la celda. ‘Vas a salir, ahí fuera hay ruido, pero a mí no me engañas, eres de la guerrilla’”.
La vida da muchas vueltas, resalta el periódico español y subraya la irónica paradoja: "Acosta Chaparro fue ascendido a general, condenado por narcotráfico y asesinado de tres balazos en la cabeza. Y El Tigre, su prisionero, es ahora la máxima autoridad en Guerrero”.
Antes el Estado perseguía a la guerrilla, a “la subversión”, sin las omisiones, sin consideración y sin los largos trámites del sistema de justicia con que hoy persigue a los grupos organizados de delincuentes. La única manera de detener la siembra de drogas es pagarle al campesino por encima de lo que ofrecen esos grupos, “porque el narco les paga por adelantado la cosecha. ¿Y cómo van a devolver ese dinero, si les queman el cultivo? Pues con sus hijos.
El narco se los lleva para convertirlos en sicarios, les entrenan para que ejecuten sin que les tiemble la mano”, explica el gobernador en la entrevista con El País.
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