Prefiero ser Lava coches, que ser Sicario de nuevo

Éste es uno de 29 testimonios que he recogido entre gente metida en la Guerra contra el Narco. Los nombres y locaciones específicas han sido omitidas por seguridad. 

Lo he acompañado de un dibujo y mi definición sobre alguna de las 29 palabras que he escuchado mentar a esta gente. Aquí les dejo la palabra de esta semana: Sicario.

I. “El autolavado lo dejé desde hace tiempo. Entre más lavaba carros, menos me pagaban. 

Si faltaba a trabajar me descontaban dos días de un sueldo miserable y eso me hacía encabronar. Para subsistir no me he limitado. Los lunes me levanto desde temprano para descargar los puestos del tianguis que llega al pueblo. Aunque eso de por sí es una putiza, ayudo también a cargar bultos y eso me deja una feria extra. 


Por la tarde desarmo los puestos; entre más de volada lo haga está mejor, porque así me da tiempo de desarmar hasta tres y juntar 300 pesos al final del día. Lo mejor de todo es que los tianguistas me dan verdura y fruta para toda la semana. 

Los martes, miércoles y jueves bajo a la carretera y me paro afuera de los restaurantes. Y ahí, pues a esperar; porái pasan un chingo de remolques, muchos de los traileros buscan descansar, pero necesitan quien los cuide pa’ que no les roben sus refacciones, y es que una llanta vale como dos mil pesos. Lavo cabezas de motores, reviso el aceite. Al final junto también unos 300 pesos. 

En el autolavado la clientela me escupía, burlándose de que a mi edad intentaba aprender a lavar un coche. Me trataban con la punta del pie y yo me llenaba de rabia, de mucho coraje y por instinto apretaba el puño para no dejar que me siguieran humillando. Al final me resignaba a llorar al mismo tiempo que me tragaba las lágrimas. Puta, no sabes el pedo que es aguantarse tanta chingadera. Pero pues no tengo que flaquear, me digo para no cagarla, No tengo que meter la pata porque si la riego ya todo valió madre. 

Y no es que no me dan ganas de hacer lo que mejor sé hacer, que es matar gente: he querido volver a quebrar a un chingo de raza, pero no puedo permitírmelo a estas alturas de la vida; sería muy pendejo de mi parte echar por la borda todo lo que he ganado: la libertad de no sentirme perseguido. Sigo teniendo un chingo de miedo, eso nunca se va, pero ahora puedo más o menos andar tranquilo sabiendo que nadie sabe dónde estoy. Eso ni con todo el dinero del mundo se puede comprar. Yo sé que vivo preso de un pasado que no quiero recordar, o sea que soy preso de todo lo que hice, incluso —de algún modo— de las personas a las que les di piso. Y es que tengo culpas que no podré borrar mientras tenga vida, pero la neta hasta ahorita la he librado de haber muerto mientras jalaba para la organización o de haber terminado preso. No sé después, pero hasta ahorita eso he logrado y lo tengo qué cuidar. ¿Cómo? Imitando la manera de ser de los demás, desde cómo hablan hasta cómo caminan; tengo que perderme cabrón entre la raza para no llamar la atención de nadie, ser un güey más de la bola que se chinga todos los días en la calle jalando costales. Ni pedo. Nomás así puedo llevármela tranquilo, sin meterme en pedos; dar que los buenos días, dar que las buenas tardes o las buenas noches, convivir como si nada con la señora que me da de comer en la pensión en donde vivo. Fíjate: hasta fingir que uno está medio pendejo.”

II. En el Sutra de Angulimala, Buda cuenta la historia de un asesino que descuartizaba a sus víctimas. No conformándose con robarlas, cortaba en pedazos a quienes osaban cruzar el camino entre las regiones de Savatthi y Kosala. 

Angulimala, que en sánscrito significa “el del collar de dedos”, se colgaba las extremidades de los cientos de personas que había matado. Veinte años después de su iluminación, Buda se cruzó en su camino; Angulimala advirtió desde el un punto más alto del cerro que el monje no iba acompañado. A pesar de que le habían insistido que se alejara de la ruta del asesino, Buda había decidido acercársele. El asesino no pudo creer la imprudencia del monje y decidió matarlo de las formas más horribles. Lo persiguió, corrió tras él por todo el busque durante horas a toda velocidad. El monje nunca aceleró su paso y, por más que Angulimala lo cazó, nunca pudo ser alcanzado. El homicida le gritó al Buda que se detuviera. Éste le contestó que ya lo había hecho. En realidad, el asesino era el único que seguía en movimiento: al no haber sido capaz de renunciar a la violencia, se precipitaba interminablemente y no paraba. Cuando Angulimala se dio cuenta cayó exhausto a los pies del Iluminado y le rogó que lo tomara como discípulo. Y así fue. El pueblo de Kosala de inmediato pidió su cabeza y el Rey se vio obligado a viajar hasta donde el Buda acompañado de 500 guerreros. El monarca se conmovió al descubrir que el monje había transformado al asesino, a pesar de que el ejército había intentado reprimirlo con ferocidad innumerables veces. Sin embargo, el resto jamás lo perdonó: cuando lo vieron orando con la cabeza a rape y vestido con una túnica le destrozaron el cuerpo a palos y pedradas. Ya que estaba completamente ensangrentado, el pueblo lo dio por muerto. El Buda lo encontró arrastrándose en el bosque y le aconsejó que soportara su pena: sólo así evitaría un futuro infernal hundido en el crimen. Angulimala comprendió y, a pesar del terrible castigo, fue feliz.

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