“Los campesinos son pura gente noble, como lo soy yo y mis compañeros y el señor Ernesto [Fonseca] y como toda su gente. Somos pura gente que ayudamos a México, o sea que hacemos escuelas, que ponemos clínicas, que metemos luz a los ranchos, agua potable.
Lo que no hace el gobierno lo hacemos nosotros. No lo hacemos con ningún fin de obtener algo por eso, ni porque nos tome en cuenta todo el mundo. Nada más porque nos sentimos bien con nosotros mismos”. Rafael Caro Quintero en declaraciones con reporteros.
Por: Carlos Monsiváis*
Amor, narcotráfico y muchos Grand Marquis
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Rafael Caro Quintero, jornalero agrícola que se abre paso a golpes de audacia y de una superación en tiempos del narcotráfico cuando grandes narcos enviaban grandes cantidades de mariguana y cocaína a Estados Unidos.
Según datos de la Procuraduría General de la República, Caro, sinaloense, termina el segundo año de primaria y se dedica a las tareas agrícolas. A los 18 años abandona La Noria, su pueblo, y en Culiacán maneja un camión que transporta pastura. Pronto se ocupa de la siembra de mariguana y vende al menudeo los 200 o 300 kilos que cosecha. A los 24 años su ascenso es, por decirlo clásicamente, irresistible, y en Caborca, Sonora, siembra cinco o seis toneladas al año.
Al ampliarse sus relaciones en México y en Estados Unidos, conoce a dos grandes capos: Ernesto Fonseca Carrillo y Juan José Esparragoza, y se asocia con ellos en una cosecha importante en La Ciénaga, Sonora. En 1983, Caro soborna a comandantes de la Policía Judicial Federal, que se comprometen a no destruirle los plantíos y no hacer fumigaciones aéreas. En 1984, a través de su hermano José Luis, y para una operación en donde intervienen figuras mayores del narco, compra en Chihuahua los ranchos El Búfalo, El Vaquero y Pocitos, y para la siembra contrata a miles de hombres (aquí las cifras varían, de 30 mil a 10 mil peones mariguaneros).
Caro, figura de la sociedad marginal. Él es socio en hoteles y agencias automotrices de burgueses de Jalisco; a él sus ganancias le permiten actos de relaciones públicas como el mítico obsequio de 300 automóviles Grand Marquis a “clientes y favorecedores” en la prensa, la judicatura y la policía.
Y él, también, le infunde un “toque humano” a la imagen corporativa: en una discoteca de Guadalajara conoce a Sara Cosío, sobrina del político Guillermo Cosío Vidaurri, entonces presidente del PRI en el D.F. Hasta allí lo comprobable. Acto seguido, la minuciosa combinación de hechos, factoides y meras alucinaciones.
Caro se enamora furiosamente, hace a un lado al novio oficial de Sara, la solicita formalmente en matrimonio, la “rapta” en noviembre de 1984 llevándosela a Sonora. Y en Navidad la devuelve a su casa. Item más: Caro le hace cuantiosos regalos a la familia (la familia asegura que esto es falso) y —aquí da igual si se trata de una invención o de las excentricidades del narcopoder— el 14 de febrero de 1985, una semana después del secuestro de Camarena, manda quemar cinco automóviles Grand Marquis frente a la residencia de los Cosío. Si para él los autos son lo más valioso, su llamarada será, extenuando la metáfora, un homenaje ígneo a la pasión.
Hay correspondencia (verdadera o apócrifa, quién lo sabrá jamás) de Sara a Rafael, que en 1985 se publica con profusión. En una carta autógrafa, Sara se confiesa:
Rafael:
Aunque todo haya sido tan alocadamente, tú te portaste muy bien y la verdad eres bien bueno, nada más que quieres hacerte el malo, pero me trataste con mucho respeto y cariño. Por eso vas a ver que no pienso quedarte mal y quiero que te portes bien y te cuidos mucho, eh.
De todas maneras gracias y nunca lo vamos a olvidar.
Sara
El romance continúa y al reconstruirlo la nota roja, jamás caracterizada por distinciones entre lo privado y lo público, se da vuelo elaborando escenas. Obligado a huir, Caro Quintero le envía a Sara un recado: “Te vienes conmigo porque así lo quiero”. Y se produce la denuncia del padre de Sara, César Octavio Cosío Vidaurri:
Hoy, en la madrugada del 7 de marzo, a las 3:30 horas fueron raptadas mi hija, Sara Cristina Cosío Martínez, y su amiga Patricia Menier, por pistoleros de Rafael Caro Quintero. El hecho ocurrió cuando mi esposa Cristina, mi hijo César y las víctimas venían de cenar y de bailar en una discoteca. Cuando estaban a punto de llegar a la casa de Patricia, se les cerraron dos carros Gran Marquis, uno gris y otro blanco, y bajaron ocho individuos armados con metralletas R-15 y “cuernos de chivo”. Obligaron a mi hijo a parar el carro y por la fuerza subieron a las jovencitas a sus autos. Horas después, cerca de las cinco de la mañana, Patricia fue dejada en libertada.
Caro y Sara viajan a San José, Costa Rica, en un jet propiedad de los hermanos Cordero Stauffer, de las Mejores Familias de Guadalajara. Allí, en las afueras de San José, comparada en 800 mil dólares al contado, los aguarda una finca con piscina, jacuzzi, casa de huéspedes, cabañas. No es difícil ubicarlos: Sara Cosío le llama a su familia con frecuencia.
El 4 de abril, comandos antiterroristas y agentes de la DEA allanan la finca, arrestan a los guardaespaldas y entran a la recámara de Sara Caro. La escena es, por supuesto, cinematográfica. Ella le dice al agente de la DEA: “Estoy secuestrada”. Él le pregunta, señalando al detenido: “¿Quién es, querida?”. Ella, con voz débil, responde: “Rafael Caro Quintero”. El aullido es lacónico: “Puta”.
A Caro en México se le recibe con desmesura: he aquí a uno de los seres más peligrosos concebibles. En la madrugada la televisión transmite la llegada del grupo a la Procuraduría General de la República, el convoy de patrullas rumbo a las oficinas de la Interpol en la colonia Guerrero. Lo que no se transmite también es interesante: con alborozo, grupos de jóvenes gritan: “¡Caro, denuncia a los corruptos! ¡Caro, a desenmascarar! ¡Nombres, Caro, nombres!”.
Sin ser un bandido social, el narcotraficante obtiene ese tratamiento y consigue un crédito legendario: por lo menos veinte corridos (grabados) celebran su anti-hazaña. En los reclusorios, Caro le inspira comprensible devoción a sus custodios (al grado de que, cuando lo cambian de reclusorio, sesenta celadores solicitan acompañarlo), su celda se amplía, hay fiestas a la usanza sinaloense, el palenque que se construye es igualito al de la película El gallo de oro. Luego, Caro Quintero recibe una sentencia de 122 años de prisión que después cambiaría con los años.
La telenovela de Caro y Sarita, como muy pronto se le dice, entretiene y casi logra que se olvide el relato terrible de Camarena y el desafío del narco al Estado mexicano.....
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