Un narco toca la puerta. En el pórtico está uno de los criminales más sanguinarios de la región. Es Goyo, Gregorio Acosta Urióstegui, el que dicen que mandó torturar y matar al sacerdote Asunción Acuña, de la parroquia de Totolapan, Guerrero.
El que balea personas cuando se aburre. El que atropella perros por diversión. El que lidera al grupo Los Tequileros, una célula del cártel Guerreros Unidos, que aterroriza Tierra Caliente sin que alguna autoridad los enfrente. El que, si toca a la puerta, especialmente a las 11 de la noche, sólo trae malas noticias para quien le abra.
Del otro lado de la puerta está Lupe, Guadalupe Astudillo Berrun. Los dos no podrían ser más diferentes: el primero es un sádico jefe de plaza; el segundo es un sembrador de maíz de 54 años, cantante de corridos tradicionales y maestro de guitarra en la única escuela de su pueblo, San Juan Tehuehuetla, un ejido en el que apenas quedan 60 habitantes, quienes por pobres no han podido huir del miedo que flota en la sierra.
Lupe abre la puerta sabiendo lo que pasará después. Lo hace con la resignación de un hombre que va a la horca. Había vuelto a su pueblo después de 30 años de desplazado en el centro del país, a donde huyó cuando el narcotráfico le mató dos hermanos jóvenes y sus padres decidieron que no querían volver a pisar Guerrero. Pero extrañaba su tierra y pese a las advertencias de su familia regresó a su parcela con su esposa e hija, de 32 y 7 años. Quería vivir del campo y la música. Su lógica era implacable: "si yo no me meto con el narco, el narco no se mete conmigo”. Ignoraba que en Tierra Caliente hace mucho tiempo que el crimen dejó de pedir permiso.
Apenas regresó, Los Tequileros se presentaron como la real autoridad de la región y le pidieron —le exigieron— que diera de comer a la gavilla y a los secuestrados de Arcelia, Coyuca y Tlapehuala que ellos esconden en las montañas de Tehuehuetla. Lupe aceptó porque así, al menos, se aseguraría de que los raptados tendrían un bocado. Pero la “ayuda” se convirtió en exigencia: ahora debes revender las vacas que la gavilla roba para financiar al cártel. Y Lupe se negó porque su cristiandad le impedía ser parte de una célula de ladrones, aunque eso significara tolerar las amenazas de los pistoleros tequileros.
La amenaza se vuelve real el 8 de marzo de este año, con ese hombre bajo el marco de la puerta. Es un tipo hosco, duro, grosero, que con su comando armado a espaldas ordena a Lupe, a su esposa e hija salir de casa. Nadie opone resistencia cuando ve las armas del grupo. Aunque mujer y niña suplican, el músico es atado de pies y manos y arrastrado por un camino de tierra para ridiculizarlo. Los gatilleros le recuerdan que nadie le dice que no a su jefe.
“¡Llévenlo al cementerio!”, ordena Goyo, y víctimas y victimarios se adentran en la negrura de la sierra. Es lo que sucede cuando un narco toca a la puerta.
Las balas de "Los Tequileros". Hipótesis 1: Lupe no estaría en el cementerio escuchando a Los Tequileros cortar el cartucho de las armas con las que lo ejecutarán frente a su familia, si el abigeato o robo de ganado —delito que tuvo su auge durante la Revolución Mexicana— no hubiera pasado casi un siglo desapercibido en el país. Hasta 2002, el Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP) lo contó como un delito aparte del robo para estudiarlo.
Hipótesis 2: Lupe no estaría aguantando en el pecho las balas que escupen los rifles de los hombres de Goyo, si los gobiernos estatales y el federal hubieran atendido el delito, que en 10 años, pasó de tener 15 denuncias diarias en los estados del país, a contabilizar 22 cada día. En 2004, el SNSP registró 5 mil 561 denuncias por abigeato. En 2014, hubo 8 mil 286 casos.
Hipótesis 3: La esposa e hija de Lupe no estarían huyendo de la muerte hacia las montañas por ser familiares de un hombre que se negó a ser robavacas del narco, si el Estado hubiera reaccionado al conocer que, sólo en enero de este año, hubo 802 denuncias por abigeato en el país. Eso es nueve veces más que los secuestros denunciados en México en el mismo periodo.
Certeza: El cuerpo de Lupe yace de madrugada en el cementerio con el pecho abierto a plomazos, mientras sus asesinos persiguen a su familia en un monte repleto de amapola.
De delito de bandidos a negocio de cárteles. A los 15 años, el joven Adolfo Romero vivió en carne propia los estragos del abigeato: a su padre, un ganadero oaxaqueño, le robaron a Coco, un toro con un valor aproximado de 25 mil pesos actuales, que había comprado con mucho esfuerzo para mejorar las crías de su rancho.
Cuando el adolescente le sugirió a su padre que denunciara el robo ante las autoridades para recuperarlo, la respuesta fue parca, según el recuerdo de Adolfo: “Hijo, si denunciamos hoy, mañana mismo nos matan”.
A los 54 años, ese joven se convirtió en senador de la República y desde octubre del año pasado el perredista pelea para que el abigeato se vuelva un delito federal, pues actualmente el robo de ganado es un delito que se castiga con distintos criterios según la entidad; por ejemplo, en Michoacán es un delito grave, pero en Tamaulipas es menor e, incluso, el abigeato no existe en los códigos penales del Distrito Federal o de Colima, aunque tienen población rural.
Con la reforma de ley propuesta, el abigeato sería perseguido por la PGR, cuya pena máxima sería de 15 años y hasta 500 días de multa.
“Lo que hemos visto es que esto pasó de ser un delito de bandidos a ser negocio de cárteles. En esto está involucrado el narco: una vaca se puede revender entre 12 y 20 mil pesos, y un novillo hasta en 22 mil. Y se roban el ganado de noche, o a pistolazos”, lamentó Romero.
Al igual que delitos típicamente relacionados con el crimen organizado, como extorsión o secuestro, las cifras oficiales del abigeato están por debajo de la realidad: en Oaxaca, asegura el legislador, sólo se denuncian 15% de los casos.
“No ha cambiado mucho la situación desde lo que pasó con mi papá: hay tanta corrupción, que los policías y autoridades están coludidas. Si levantas una denuncia, mañana te levantan a ti o a tu familia”.
No hay tiempo ni para llorarle. La historia de Lupe la cuenta su sobrino Axel, quien la escuchó de su tía, la viuda del músico: con los balazos aún resonando en su cabeza, María huye con su hija al monte, pero detiene su carrera cuando recuerda que la montaña es tierra ‘narca’. Si ahora está desprotegida, allá estarán acorralados. Ambas cambian de dirección y se refugian en la escuela donde su esposo daba clases sin cobrar. Ahí lloran hasta que el cansancio las vence, amanece y puede regresar a su niña a casa.
Ese día, María da los últimos pasos en el pueblo. Con cautela regresa al cementerio para recoger los restos de su esposo, pero encuentra el cuerpo tan maltratado que es imposible llevarlo a casa. No hay tiempo ni para llorarle. Con la angustia de que un gatillero la vea por ahí, pide ayuda a un hombre que deambula cerca y con una pala ella cava la fosa de su compañero de vida. Como puede, carga el cadáver, y antes de depositarlo en el hoyo le quita el sombrero de paja y los huaraches para quedárselos como recuerdo.
“Hay gente que pierde el nombre, que se vuelve una cifra en esta guerra contra el narcotráfico. Mi tío ni siquiera alcanza a ser cifra; ninguna autoridad sabe que lo mataron por negarse a trabajar con el crimen, porque allá no hay autoridad. Por eso quiero contar su historia”, dice Axel mientras bebe un café a sorbos.
María vuelve a casa. Empaca las pocas pertenencias de ella y de su niña y emprenden la huida. Se van por el mismo sendero que recorrieron 113 vecinos que, en agosto de 2013, abandonaron sus tierras porque los criminales incendiaron sus casas. En el camino se entera de que ella no es la única que perdió un ser querido: otros tres guerrerenses fueron asesinados en la madrugada.
“Mi tío era un tipazo. No merecía esto. Él era la definición de ‘buena persona’, incluso ‘ingenuo’, si tú quieres. Amante de los animales, bondadoso, trabajador, tenía una concepción maravillosa de la vida. Todos en el pueblo lo querían, le decían ‘maestro’ de cariño”, recuerda su sobrino.
María por fin deja Guerrero. Se interna en algún estado del centro del país con sus familiares. Hasta que se siente segura, saca de entre sus bolsas las únicas pertenencias que le quedan del hombre que amó y las coloca en una mesa a manera de altar y a falta de velorio: el sombrero y los huaraches, junto a un vaso con agua, una veladora y un crucifijo que sobre la corona de espinas tiene una copia de la credencial de elector de Lupe, como para hacer saber que, aunque el gobierno no lo sepa, sí vivió y fue asesinado en Guerrero un hombre llamado Guadalupe Astudillo Berrun.
Que por su ejecución, hoy San Juan Tehuehuetla es un pueblo fantasma. Los 60 pobladores que aún quedaban huyeron de los robavacas ligados al narco.
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