Mujer policía. Generosa en sus ondulaciones y con un rostro bello que atrapaba, y no solo miradas. Su carrera había sido tensa y peligrosa, pero le apasionaba. Por eso seguía ahí: las armas colgando de sus caderas y muslos, uniformarse de ese negro pegado a su piel, las fornituras como parte de sus músculos, encapucharse y sentirse todopoderosa, empuñar el errequince y aguantar la patada en cada jalón de gatillo. Pum.
Condecorada por su participación en operativos de importancia, en los que había logrado liberar un secuestrado, aprehender maleantes, recuperar el botín de algún robo o asalto. Su hoja de servicio era diáfana. Ni polvo tenía. Y ella era querida, admirada. Y temida.
En la policía la respetaban porque era entrona y nomás faltaba que le colgaran los abultados güevos entre las piernas. Y en el mundo del hampa la miraban con recelo: preferían no toparse con ella en medio de un callejón oscuro. Pero su fama hizo que se mareara un poco, aún estando sobre la banqueta o en el estribo de la patrulla. A mí me la pelan esos hijos de puta, repetía.
Su fama alcanzó sus carnes y sus pechos. Decían que no tenía novio pero andaba con un comandante o que era amante de un político pesado o de un empresario que tiene mucho dinero, o de un narco mandón que al fin había logrado domar su desbordante silueta y carácter. Las versiones iban y venían y ella solo sonreía cuando le llegaban rozando esos mitotes, en los pasillos y en los operativos.
Después de su fallido matrimonio, no se le habían conocido relaciones serias. Lo demás era cotilleo. Parecía una monja sexosa, armada y peligrosa. Quizá por eso no se le acercaban y se conformaban con babear desde la otra acera y cuchichear y soñarla orquetada y ventosa, con el cielo en esos ojos de faro de puerto.
Tenía a su hijo, un morro de ocho. La tía, la abuela, le amiga, la vecina, lo cuidaban. Se turnaban cuando ella doblaba jornada o de repente tenía que salir a un operativo en alguna comunidad rural. Era su vida, su adoración, en medio de las balas y el chaleco blindado. Y en esos mareos de quien cree que todo lo puede, empezó a borrar las fronteras entre la ley y el placer: prolongó su vida nocturna e hizo nidos y caminos entre los vellos, y lloviznó ahí y más abajo, en esos cañones de disparos líquidos y gritos sin dolor.
Dijeron que se había metido con un delincuente de altos vuelos, que era un político federal y hasta con un militar de buen rango. Lo cierto es que su enredadera la alcanzó aquella noche, en que su hijo le pidió que le comprara un gansito. Fue a la tienda y la cercaron sin que se diera cuenta. Tardó y su hijo salió a ver qué pasaba. Vio a las patrullas a lo lejos y el cuerpo tendido de ella, bajo la sábana azul de los forenses.
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