Acapulco entre turismo y narcotrafico "La Batalla por Acapulco Golden" parte 1

Hace unos meses, cuando estuve en Acapulco antes de los hechos ocurridos en Iguala pero no hablaremos de eso esta es otra historia, encontré a mi muerto saliendo del hotel.

Hoy, apenas aterrice del avión, el fotoperiodista Bernandino Hernández llamará para decirme que, antes de las siete de la mañana, una jovencita fue asesinada en plena costera Miguel Alemán, allá por donde me voy a hospedar.

Querré contestarle que a Acapulco, como al doctor Frankenstein le sucedió con su monstruo, los narcos se le fueron de las manos, pero Berna estará más entretenido en platicarme otros dos homicidios que han ocurrido hace algunos minutos: el de una señora y su hija que vendían atole. "Las mataron en la calle Amapolas, colonia Unidos por Guerrero", me dirá por el celular y a mí me parecerá que la dirección debe ser una mala broma. No lo es. 


Tampoco lo es el hecho de que todas las mujeres en Acapulco tengan ya las mismas probabilidades de ser secuestradas, violadas o degolladas. Berna, quizás el único fotógrafo del puerto que aún le sigue la pisada a la muerte, me llevará más tarde a donde un vendedor de pescado acaba de recibir dos disparos de una 38 súper. 

No se necesitan cuatro años de estudio en criminología para saber que, después de los tiros a la cabeza, el hombre perdió el control de la camionetita, se salió de la carretera de Pie de la Cuesta y los vecinos terminaron por robarse los kilos de camarón que llevaba el difunto, como si éste sólo fuera una mera basurilla tirada sobre la banqueta. Pasadas las cuatro de la tarde supondré que la industria de la droga ha tenido suficiente por hoy, pero la cabrona no puede tomarse vacaciones. 

Así que una hora después, a dos hermanos, niños todavía, los dejarán hechos un manojo de plomo al lado de una cancha de futbol. Hasta que los peritos se lleven a los chicos, su madre podrá soltar el llanto, como si pariera otra vez.

"Te ha tocado un buen día", me dirá Berna en cuanto le avisen por teléfono que otra mujer ha sido ejecutada, ahora en la colonia Ciudad Renacimiento. No es que Berna sea de sangre fría. De hecho, antes de tomar una foto, siempre espera a que se le reacomode el corazón. Él no quisiera retratar a los muertos de esta guerra, pero alguien debe hacerlo. Ni modo de compartir la fantasía gubernamental de que los crímenes son menos, de que el ejército ha logrado domesticar a los narcos y de que la estrategia de quien les habla en cadena nacional, o sea el presidente de la República, es parte de la solución. Ni modo, también, de que Berna no sepa que hay dos Acapulcos: uno es el de los bikinis deslumbrantes, el que presume a sus clavadistas en las guías turísticas, el que sedujo a Johnny Weissmüller y a Tin Tan, el que tiene leyes, autoridades y cuenta con tres millones de habitantes que tratan de salir adelante; en el otro Acapulco, desde 2005, no ha parado la guerra. Es una guerra por la plaza, donde el grupo de los Beltrán Leyva y otros cárteles venidos a menos se han unido para acabar con la gente de el Chapo Guzmán. Es una guerra donde policías y militares también pelean por su tajada, donde a la prensa se le controla a fuerza de asesinatos o amenazas y donde la línea entre el gobierno y el narco no está muy clara. Es una guerra, para acabar pronto, que el año pasado mató a poco más de 7.5 personas por día. En los días que lleva este año, la gente sigue siendo asesinada como si fueran zancudos: van poco más de cuatrocientos muertos en 100 dias.
En este Acapulco vive Berna y hoy, arriba de su Tsuru, lo habremos de recorrer.

Por lo que me cuenta el alcalde Luis Walton y un viejo comandante, la era de los Beltrán Leyva fue la época dorada de la paz en Acapulco: los asesinatos no pasaban de trescientos al año y siempre, a toda hora, llegaban al puerto barcos cargados de cocaína. Los buenos tiempos se habrán acabado a mediados de 2005, cuando los Zetas asomaron la cabeza y a otros se las cortaron. Los Beltrán respondieron como saben hacerlo, a punta de bala, y comenzaron los levantones y los ejecutados por todos lados. Políticos, estudiantes, cantantes, choferes, niños, mascotas, nadie se salvó. Los Zetas se reordenaron y respondieron con más balazos. Pero el vaso que derramó la bahía fue la división del cártel de Sinaloa. Se comenzaron a matar unos con otros y decenas de cadáveres aparecieron en estacionamientos, tirados al lado de carreteras, dentro de autos, a la entrada de oficinas de gobierno o frente a comandancias de la policía. Desde entonces, Acapulco ha tenido muchos logros: es la ciudad más violenta de México, es la cuna de esos miles de jóvenes que ningún narco de respeto dejaría fuera de su plan empresarial, es el inventor del Cártel Independiente de Acapulco y de La Barredora,y del hoy celebre Cartel de Guerrero Unidos y los conocedores de mariguana dicen que la GOLDEN debería ser el orgullo del puerto.
Este lugar, como quien dice, es la puerta del infierno aunque no se sepa.

Acapullo está lleno de cruces y Bernandino Hernández sabe la historia de casi todas ellas. "En esta esquina desollaron a un urbano [camionero]". "En aquel callejón dejaron cuatro cabezas". "Éste es el puente donde han colgado a un chingo de batos". "En aquella tiendita descuartizaron a una doña". Berna, además de ser freelance en AP y Cuartoscuro y de hablar mucho con poco aire, parece una enciclopedia del crimen. Puede llenarte de historias hasta hacerte pensar que estás sangrando. Pero Berna tiene sus códigos. "Pa' mí, más que nada, está el respeto a las víctimas", me dice ahora que vamos por la avenida Ruiz Cortines, una larga y fea calle que bien podría ser la capital de las cruces de hierro, "Por eso nunca tomo rostros ni cicatrices ni doy nombres; tampoco me interesan los narcomensajes ni investigo qué cártel está atrás de cada asesinato. O sea, me cuido mucho de no hacer pendejadas".

Pero Berna, como todos, las ha cometido. Sucedió a mediados de marzo de 2011, en la colonia Simón Bolívar. Berna, con su cuerpo chupado como el de un pájaro, llegó al barrio cuando todavía los sicarios estaban agarrándose a balazos. "Pendejo —se dijo para sí mismo—, ¿qué estoy haciendo aquí?". Se bajó de su vocho rojo y corrió a esconderse. Tocó en casa de una anciana, pero ésta no lo dejó entrar. "Y que me meto a la fuerza, carnal —me dice Berna muy serio por vez primera—. Me metí a güevo porque sentí a la pinche muerte agarrarme la mano, carnal. Estuve metido como media hora entre la lavadora y una pileta bien apestosa. Cuando salí, mi coche tenía dieciocho cuernazos. Se los dieron directo. Los compas fotógrafos me abrazaron porque creyeron que me habían matado. Ya luego me llevé el vocho así, todo balaceado; iba cagado de miedo".

Berna se sabe Acapulco de memoria. Por eso, apenas conoce la ubicación del "11 con 32" (asesinato por arma de fuego), traza la ruta y pisa el acelerador como si estuviera aplastando a una víbora. Camino a Pie de la Cuesta habremos de encontrarnos a mucho joven halcón que se miran débiles, pero estamos seguros de que con una AK-47 se vuelven poderosos. Pensaremos por las cruces sobre la carretera, que acá la temporada de asesinatos no tiene para cuándo ser declarada ilegal. Sabremos de secuestros, de extorsiones y de todo ese tipo de cosas que ya no se publican. Y miraremos la vastedad de la bahía desde unos barrios que no sólo suben lastimeramente hacia el cielo, sino que se entretienen atronándose con su música y compitiendo por matar.

Pero eso sólo sucederá hasta que tomemos la carretera libre a Pie de la Cuesta. Ahorita, Berna apenas va culebreando por el mercado municipal, y yo recuerdo dos historias que leí en abril de 2011: la de Dalia Serna y la de Antonio Valdez, ambos líderes de comerciantes que en la guerra entre el cártel de Sinaloa y los Beltrán debieron tomar bando. A Dalia le mandaron a casa la cabeza de uno de sus hijos y a Valdez lo ejecutaron con todo y sus escoltas. "La maña no perdona", me dice Berna justo ahora que cruzamos por la zona de los bares y señala uno en donde asesinaron a cuatro, otro en donde acribillaron a una jovencita y aquel medio ostentoso que pertenecía a Édgar Valdez, la Barbi, cuando todavía podía pasearse en moto por la costera y mataba tortugas porque los chillidos de éstas eran música para sus oídos.
Acelerar...

Dejamos atrás la avenida Cuauhtémoc y Berna me cuenta que los taxis azules tienen prohibido subir más allá de donde estamos. "Los contras creen que son halcones, por eso al que sube lo matan; en las colonias sólo rifan los taxis amarillos y los rojos". Los que tampoco se acercan al Acapulco de los barrios son policías y militares. "La estrategia federal sólo se ha dedicado a cuidar al Acapulco turístico", me dirá mañana Luis Walton, el alcalde acapulqueño que, cuando sale de su casa, se desplaza en una camioneta a prueba de balas que le heredó el presidente municipal anterior, Manuel Añorve.

Pero como la entrevista con Walton será hasta mañana, ahorita vemos a los primeros autos con engomados de Ferrari o de una amapola. Dicen que sin esas calcomanías nadie puede moverse en territorios hostiles. "Nomás pocos carros las traen —me dice Berna—, por eso la gente supone que esas calcas se las dan a pura raza que anda bien metida". Paramos en una miscelánea. El tendero es Ricardo Cortés y tiene algo qué decir: es cierto que su patrona, Clemencia Figueroa, tenía mala fama de apropiarse de los terrenos, pero no debieron haberla matado. Ocurrió hace apenas una semana. Un taxi se apareció cuando Clemencia jugaba con cuatro niños. Tres tipos se bajaron y, enfrente de los chicos, la ejecutaron. A uno de los niños le tocó un balazo en la espalda. Ya está recuperado, pero su madre se endeudó de por vida para pagar el hospital. "Aquí ya no sabes si te mata el narco o cabrones que nomás se aprovechan de tanta muerte", me dice Berna cuando nos trepamos de nuevo a su Tsuru. Me cuenta, además, que ya cualquiera en Acapulco roba, extorsiona, secuestra, mata y viola a nombre del crimen organizado. "El otro día unos batos estaban pidiendo la cuota en comercios del centro y nada, eran nomás unos pobres pendejos", me dice Berna, y yo pienso en los números que la procuraduría del estado tiene del río revuelto : más de quince mil robos, setenta y cinco secuestros y trescientos cincuenta violaciones. Pero también sé que los números son resbalosos, porque acá la gente no habla y cierra los ojos.

Entonces llegaremos al ejido de San Isidro, que de santo no tiene nada. Hasta hace unos minutos Fabián Pantaleón era un vendedor de pescado. Pero hace rato se encontró con la máquina de la muerte y hoy sólo se sabe que es el cuarto asesinado del día y que será borrado por el siguiente.

Si alguna vez vienes a Acapulco en autobús, seguro conocerás la escandalosa avenida Cuauhtémoc. Con toda probabilidad, cuando salgas de la central camionera, el taxista te llevará hacia abajo, hacia la costera, donde está el Acapulco del parachute y el bungee. Pero, ¿qué tal si decidieras ir camino arriba? Si eso fuera, pasarías por el concurrido mercado, las pensiones económicas y las prostitutas que han dejado lo mejor de ellas. Luego avanzarías por la calle Michoacán, darías vuelta a la derecha por Coahuila y entonces llegarías al corazón de la colonia Progreso. Ahí, sobre la calle Vicente Guerrero, verías autos baleados y a decenas de motocicletas que alguna vez fueron usadas por sicarios para cumplir con su trabajo. Aquí es una delegación de la procuraduría del estado. Lo comprobarías apenas observes esa enorme puerta a prueba de balas que pusieron en el 2012, después de que dos policías fueron asesinados en la entrada. Ya adentro, caminarías por el estacionamiento donde los agentes le construyeron un templo a San Judas Tadeo. Y seas creyente o no, seguro sentirías su vacío. Cuando llegues al final del estacionamiento, podrías acercarte a uno de los trabajadores del Servicio Médico Forense (Semefo) que se encarga de recoger los cadáveres. El desdentado Esteban te contaría que veintinueve es el mayor número de muertos que ha levantado en un solo día y que hoy, dos de la tarde, ya lleva tres de los siete que recogerá. "Antes eran muchos los muertos, ahorita ya estamos calmados", te diría Esteban, como si pocos muertos ahora fueran meros detalles. Te platicaría, además, de la vez en que unos sicarios los pararon para llevarse un cadáver, del día aquel que bajaron a otro con la única intención de descuartizarlo, de aquella ocasión cuando le tocó ir a La Quebrada por una veintena de desmembrados, de que el truco para no sentir nada consiste en olvidarse de los asesinatos, y hasta te enseñaría que un "11 con 32" es un ejecutado, justo lo que le estarían avisando a Esteban por la radio.

Pero en Acapulco hace treinta y cinco grados y las cervezas están bien frías. Así que ni te preocupes, dile al taxi que te lleve a la costera, lejos de esta portentosa máquina de matar.

Había un jovencito que cantaba en las pozolerías de toda la avenida Ruiz Cortines. Los narcos lo contrataban mucho. Un día le dijeron que los acompañara y él se subió al carro porque pensó que iba a cantarles en una casa. Subieron hasta uno de los cerros y ahí sacaron a un hombre que venía en la cajuela, todo golpeado. "Te toca matarlo", le dijeron los narcos al jovencito y le dieron una pistola. Como no pudo hacerlo, uno de los sicarios le quitó el arma, mató al hombre aquel y le dijo al jovencito que era un cobarde. Pero ahí no acabó la historia…

(De pronto el padre Jesús Mendoza comienza a llorar y yo me siento un buitre por haberle preguntado qué caso, de la delirante y asesina colonia La Laja, es el que nunca ha dejado de perseguirlo.)

Cuando mataron al que llevaban encajuelado, sacaron un machete y le dijeron al jovencito que, por no disparar, le tocaba el trabajo más difícil: descuartizarlo. "¿O a poco te quieres morir?", le dijeron y él lo hizo. Yo hablé muchas veces con él antes de que se fuera de Acapulco, pero nada pude hacer. Ya le habían desgraciado la vida.

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