Culiacán entre narcotrafico y prostitución

Culiacán-La mujer todavía tenía las piernas turgentes y en los ojos llevaba el mismo encanto de la juventud.

Llegué a una hora en que tal vez me esperaba, porque esperar para ella era su negocio. Llevaba puesto un vestido azul demasiado corto para su edad y su dignidad de regenteadora, y cuando se abrió la puerta de la calle, ocupaba su tiempo en limar sus uñas.

-Siéntate, que aquí no hay fantasmas –me dijo, zalamera.

Lo primero que me sorprendió fue la soledad de la casa, que más bien se antojaba triste. Una puerta al fondo se abrió, y de ella emergió una mujer baja de estatura, que puedo asegurar que rodaba los 40 años. También traía puesto un vestido corto, pero a ella se le notaba menos carne, más bien era flaca y sin la belleza de su patrona.


-¿Vienes a preguntar cuánto cuesta el servicio?

Mi respuesta fue una pregunta:

-¿Ya están por cerrar? Como que está muy escueto.

-Pues así estamos desde hace meses, mijo. Nada más trabajamos yo y ella –dijo observando a su fiel trabajadora, que en la más dura crisis no la abandonaba… al menos por el momento.

-Pensé que estaba clausurado.

-Ya no vienen muchachas… ¿querías ver a más muchachas?

-Pues la verdad sólo quería echar un ojo.

La madrota, sin dejar de limar sus uñas, se prestó a la plática del extraño.

-Pues no, ya casi no vienen muchachas, por eso yo tengo que atender si es que viene algún cliente.

-¿Pero usted es la dueña, no?

-Sí, pero no me queda de otra, hay que trabajar para pagar las deudas.

Decepcionada, la dama del vestido negro mejor se retiró a sus aposentos mientras Flor de Liz (nombre que apenas se parece al verdadero) me contaba sus cuitas.

Estaba sentada en un sillón viejo. Un rápido recorrido de la vista percibe sobre un juguetero una foto de ella de cuando era más joven. Quizá en su mejor época, su paraíso artificial burdelario era más recurrido que hoy en día, que ni siquiera le alcanza para pagar la luz que gasta el negocio.

La perla del lenocinio

“Hace meses que estamos solas. A veces vienen clientes, pero al vernos a mí y a Brenda mejor se van, supongo que en busca de muchachas más jóvenes. Sin amargura reconozco que ya estoy vieja, que tengo un hijo que estudia la profesional, y que vive conmigo en esta casa, que fue lo único que me quedó de toda esta vida que he llevado.

“Yo siempre le digo a los clientes para que se queden, que es mejor venir aquí que irse a levantar muchachas a la Caseta Cuatro. La vez pasada me habló un amigo contándome que se llevó a una de esas pájaras que trabajan por el Leyva Solano, y que le echó algo en la cerveza para dormirlo. Nombre, se despertó hasta el día siguiente en la tarde, le robaron todo al pobrecito, la cartera, la ropa. Traía 30 mil pesos que tenía que entregar de pago a unos trabajadores que tienen.

-Pero que no está prohibido prostituirse en las calles –le dijo a la madrota.

-Sí está prohibido, pero la señora que trabaja a las muchachas de la Caseta Cuatro le reparte dinero al gobierno para que la deje en paz. Ella nomás trae de 20 a 30 muchachas, jovencitas, que ni siquiera tienen su registro de salud. Ay muchacho, hasta un sida les pueden pegar.

“Yo le digo a los hombres, cuídense, no vayan con esa gente. Incluso ya no puedes saber si es hombre o mujer”.

Las noches del bulevar Gabriel Leyva Solano se llenan de una sordidez bizarra.
En la esquina que hace el bulevar con la avenida Venustiano Carranza, hay un hotel donde pululan los travestidos. Después de las 10 de la noche, aterrizan como si vinieran de otro planeta, con faldas exuberantes, rostros maquillados y pechos postizos.

Hablan groseramente con voz de mujer. Enseñan y se exhiben como la cuarta maravilla. Los puchadores y delincuentes de poca monta casi por lo regular les hacen la segunda.

Toda una economía informal de la sexualidad se desarrolla en este punto de la ciudad, en cantinas que parecen cantinas pero en realidad son tugurios de lenocinio, donde la cerveza va incluida con un coqueteo lascivo que busca unos cuantos billetes.

Flor de Liz me contó algo que ya se sabe desde hace tiempo en Culiacán y que la autoridad trata de no ver: las redes de prostitución que convierten a las muchachitas en mercancía exhibida en los cruceros.

Al menos hace tres meses, antes de que unos desconocidos balearan en la Caseta Cuatro a dos chavas, que según las malas lenguas eran meretrices o bailarinas exóticas, todavía podía verse a decenas de jovencitas arriba de las camionetas y otras sentadas en banquitos, cubiertas por las sombras de varios laureles de la India que crecen a un lado del antiguo Hotel Los Caminos, y que hoy ha cambiado de nombre.

El desfile de mujeres comenzaba hacia la medianoche, con falditas de color pastel que anunciaban el infierno y la lascivia. Si alguien quería arriesgarse, por 800 pesos te llevabas a la que quisieras.

A la redonda de ese triángulo perverso que forman los bulevares Leyva Solano, Francisco I. Madero y la avenida Carranza, hay cientos de historias que giran en torno a la vida burdelaria.

“No sé qué está pasando, compa, la raza ya no viene. Hay muchachas que a como vienen se van, ni para el taxi”, contaba el guardia alcoholizado de una casa de citas de la Carranza.

-¿Y eso por qué, no hay lana o ya la gente prefiere irse a otro lado?

-Pues yo creo que no hay lana, el gobierno no deja trabajar a los narcos pues. A ver si con Peña Nieto ya hay más chanza. Se necesita que se mueva el dinero pues. Hace unos cuatro años yo recuerdo que esta chingadera estaba llena de clientes, hoy ni vienen. Y pues las morras se enfadan y se van por su cuenta mejor, y caen en manos de quién sabe quién.

Este hombrecillo razona: el narcotráfico es la forma que en el circulante estará en las calles y con ello muchos problemas quedarán resueltos.

-¿Pero qué es lo que pasa? Que son las 12 de la noche y no ves a la gente en la calle, ves más gobierno, ahí miras pasar al patrullero, haciéndose pendejo nomás, y pues la raza que antes salía a gasta mejor ya no lo hace, si no va andar agusto. Para qué se hacen, si de todos modos el narco no se va a acabar, que deje el gobierno tirarle a los güeros, si ellos es lo que quieren, la droga, hay que dársela compa.

La conversación es adornada por la tristeza de los chirrines que tampoco tienen trabajo, y que con sus instrumentos inundan las afueras de un expendio de la TKT.

En este punto de la ciudad, hay al menos unos 15 establecimientos donde venden alcohol, mujeres o te rentan un camastro por media hora.

Si te enfadas del Fitos Places, te vas a la cantina Bonanza o al bar El Pescador. Lo que sorprende también es que lo que antes era el aguaje más grande de la ciudad, donde vendían alcohol de manera ilegal, ahora sea un negocio regularizado y hasta con puesto de tacos incluido.

De forma regular, pasan los carros militares, ya sea que vengan de la Novena Zona Militar o ya sea que vayan de regreso. El caso es que estos burdeles son la pasadera de tiempo de decenas de soldados francos. Ahí se distraen de la guerrita contra la delincuencia que se traen, ya a veces de mentiritas, otras muy real, sobre todo cuando llueven balazos.

La madrota que me ha contado algunas cosas, mientras muere del ocio de no tener clientes, me aconseja que si un día quiero una muchacha, no vaya con esas que andan callejeando.

“Es en serio, a mi amigo lo dejaron bichi; le tuvo que hablar a un hermano mío para que fuera por él al motel. Todos están de acuerdo, los taxistas, las madrotas y los policías. Mejor vente aquí conmigo… es mucho mejor la experiencia. Y si te pasa algo, al menos aquí puedes venir a reclamar.”

Dejé a Flor de Liz sentada donde mismo, afanada en sus uñas. Antes de marcharme, le pregunté que si podía escribir sus comentarios para un reportaje, ya que yo era periodista.

-Ay, Dios mío, ni se te vaya a ocurrir poner mi nombre ni donde vivo.

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