El narcomundo permea diversos espacios, y poco a poco se convierte en una fuerza que incide en la definición de imaginarios sociales.
El narco llegó al lenguaje. Algunos referentes de la narcocultura se inscriben en los discursos coloquiales de la población e inciden en el habla popular, de tal manera que las vicisitudes, avatares y actos espectaculares de los narcos.
Adquieren presencia y visibilidad como estampas comunes de nuestras sociedades. Si consideramos que la cultura es un conjunto de procesos y elementos que participan en la definición de los sentidos y significados de la vida.
La presencia del narcotráfico participa de manera clara en la generación de expectativas y de trayectorias de un alto número de personas que buscan a través del dinero rápido (que no fácil) del comercio de drogas, obtener beneficios negados por la ausencia de proyectos de vida viables.
Y el negocio ilícito también ayuda a obtener aquello que manda la sociedad de consumo, y permite disfrutar de los beneficios asociados a los entramados de corrupción e impunidad que el mismo narcotráfico genera.
Los estereotipos anclan en la conciencia popular las imágenes que supuestamente definen a los narcotraficantes.
Así, la imagen del narcotraficante se reduce al personaje con sombrero tejano, pantalones vaqueros, cinto piteado y botas vaqueras.
La figura del narco se integra en los escenarios del narcomundo, cuyos entramados incluyen el trasiego de drogas, pero también un conjunto de acciones audaces, desalmadas o cobardes.
Éstas son contadas desde la nota sensacionalista de los medios masivos de comunicación, los informes policiales, los eventos reconstruidos en los barrios, las historias contadas en los corridos, y las recreaciones realizadas desde el cine y la producción literaria.
Quemar las patas al diablo
Paulatinamente, la sociedad mexicana integra, en sus lenguajes, palabras vinculadas al narcomundo.
Para empezar, aquéllas que refieren a las diversas formas de nombrar la medicina (la droga), entre las cuales las más comunes son las que nombran a la cocaína (el alacrán, la blanca, blanca nieve, harina, nieve, el perico), la heroína (chiva, goma, negra, piedra negra) y la marihuana, o gallo, pastura, mota, borrego y yesca.
También se incorporan términos vinculados al consumo o a las características de la droga, como atizado, traer el avión, burrero (el encargado de transportar la droga), el clavo (droga guardada o escondida), formar rayas (cortar cocaína), doctor de esquina (vendedor de droga cercano, menudista), hacer lodo (preparar heroína), libreta verde (una libra de marihuana), el pase (dosis de cocaína), ponerle (usar droga), quemar las patas al diablo (fumar marihuana)...
El narcomundo se define desde códigos de poder, los cuales establecen jerarquías y ejes valorativos para definir las reglas del juego: pautas claras de poder y obediencia, taxonomía inviolable, pues la transgresión conlleva el castigo o la muerte.
Arriba se encuentran los jefes, los chacas, los perrones, los pesados, los dueños de la plaza, los papás de los pollitos... pero más arriba sólo hay lugar para el jefe de jefes.
Como parte de los códigos que definen estas relaciones, se encuentran una serie de figuras transgresoras de las lealtades y la obediencia que demanda el narcomundo, como el soplón, las ratas o quienes saben cantar -delatores o informantes de la policía que, en el narcomundo, cumplen una actividad que se paga con la muerte.
La violencia en la palabra
De manera creciente, los discursos de los medios masivos de comunicación y las conversaciones que ocurren en los ámbitos cotidianos se ven saturados por palabras que refieren en forma directa a la violencia propalada por el narcomundo.
Entre ellas, las que nombran a los fierros (las armas) utilizados por los narcotraficantes, como los cuernos de chivo, las AK-47, que tartamudean de día y de noche, y quien escucha adivina el escenario.
También se vuelven conspicuas las características de los crímenes cometidos por los narcotraficantes, y esta condición se refleja en el habla: los levantones son aquellas personas capturadas por los narcotraficantes con el objetivo de obtener alguna información, mientras que los encajuelados son introducidos en las cajuelas de los vehículos para secuestrarlos o ejecutarlos.
Muchos de ellos posteriormente aparecen encuiltados o encobijados (envueltos en una cobija),enteipados (el cuerpo encobijado se fija con cinta autoadhesiva o tape, al igual que sus extremidades y su boca), o con el tiro de gracia.
Desde hace cerca de diez años, la población se ha familiarizado con los decapitados, palabra que tiene un contexto claro en los tiempos que vivimos y que refiere a personas asesinadas por los narcotraficantes, quienes posteriormente arrojan cabezas y cuerpos en espacios públicos, con el claro objetivo de que sean encontrados y los destinatarios reciban el mensaje.
Así, el narcomundo convoca una serie de imágenes que rebasan los escenarios de producción, distribución y consumo de drogas y adquieren centralidad en los espacios mediáticos y la esfera pública a través de la llamada guerra contra el crimen organizado -una supuesta guerra sin declaración ni consulta a la ciudadanía, que está pagando costos muy altos tanto en su seguridad como en la acotación y vulnerabilidad de sus derechos humanos y ciudadanos.
Los imaginarios del miedo crecen junto con la violencia, las ejecuciones, los secuestros, los levantones, los grupos militares y policiales, los cateos domiciliarios, los retenes en las calles, la corrupción... Los imaginarios del miedo también se alimentan de nuevas maneras de nombrar a los actores de la violencia.
El "narcoglosario" crece cada día con la creciente presencia social del narcotráfico -una presencia que hunde sus raíces en la lógica misma del prohibicionismo y las medidas institucionales supuestamente diseñadas para combatirlo.
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