La prohibición del narcocorrido, “Nosotros no tenemos la culpa de que el país esté como esté"

Chihuahua sanciona con 36 horas de prisión y multa de hasta 20.000 dólares a quienes interpreten este género en eventos

Hay pocas cosas más parecidas a una bala. Rápido, corto y, muchas veces, sangriento, el narcocorrido, la música canalla que glosa las andanzas de los narcos, tiene en el norte de México su tierra prometida. 

Con sus rimas bravas, su machismo de pelo en pecho y su amor por todo lo turbio, este género nacido del fango de los arrabales triunfa en las calles; sus octosílabos son tarareados en cualquier taxi, sus ritmos pegadizos inundan los mercadillos y fiestas; grupos como Los Tigres del Norte congregan multitudes. Pero la pólvora que ocultan sus letras duele en los oídos de muchas de las víctimas del narco.


El elogio del sicario es un canto al crimen. Hay quien lo ve como un arma peligrosa, y prefiere prohibir su exhibición por considerarla una infracción a la seguridad y el orden. 

Eso ha ocurrido en la norteña ciudad de Chihuahua (850.000 habitantes), donde el Ayuntamiento acaba de aprobar un bando para sancionar con arresto de hasta 36 horas y multas de 20.000 dólares a todo aquel que interprete narcocorridos en un evento. En esta población, capital de un Estado que sigue encabezando con Guerrero y México las estadísticas de homicidios, estos cantantes se han convertido en forajidos.

“Nuestro objetivo es evitar la apología del delito. Queremos garantizar que los eventos públicos contribuyan a su propósito de difundir la cultura en un ambiente sano y positivo”, señaló en un comunicado el consistorio. El alcalde y principal promotor de la iniciativa, Javier Garfio, del PRI, apeló a la memoria de los años oscuros, de las balaceras y los desmembramientos, para justificar el veto: “Estamos haciendo todo lo posible para no recaer en las condiciones de inseguridad que vivimos hace años”.

No es la primera vez que se intenta meter en cintura estas baladas. En 2011, el gobernador de Sinaloa, el Estado donde tenía su cuartel general Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, el mayor narcotraficante del planeta, aprovechó una reforma de la Ley de Alcoholes para permitir que se retirase la licencia de venta de bebidas alcohólicas a quien difundiera narcocorridos. Tras dos años de veto, la Suprema Corte de Justicia anuló la orden, no por atentar contra la libertad de expresión, sino por un problema formal: al tratarse de una medida de moral pública correspondía a los alcaldes y no al gobernador su regulación.




Odiado por las autoridades locales, pero reverenciado por escritores y poetas, este género, de letras ásperas y embebidas de sangre, ha concitado a su alrededor un debate sobre los límites del arte. Hay quienes defienden que es el espejo de una sociedad convulsa y desesperada, que halla en el canto a la muerte, la belleza que no encuentra en sus míseras barriadas. Autores como Arturo Pérez Reverte y Élmer Mendoza rechazaron en su día la criminalización. El propio presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes ha salido a la palestra para recordar que los narcocorridos son parte de una realidad social que difícilmente desaparecerá con la prohibición de sus bardos.

Un argumento similar han empleado las mismas bandas. Grupos míticos como Los Tucanes de Tijuana, aunque admiten la brutalidad de ciertas letras, siempre han defendido que la música no es la responsable de la violencia. “Nosotros no tenemos la culpa de que el país esté como esté, somos entretenimiento, nuestra intención siempre ha sido complacer al público”, afirmaron cuando el gobernador de Sinaloa les prohibió actuar en bares y salas de fiesta.

En un universo devorado por la violencia, las bandas de narcocorridos han pasado ellas mismas a formar parte de la leyenda que cantan. Por odio, por venganza o por error, en menos de una década han muerto decenas de músicos. A Chalino Sánchez lo levantaron y ejecutarón en Culiacán Sinaloa. A la bella Zayda Peña la remataron en Matamoros (Tamaulipas) en la cama del hospital donde se recuperaba de un atentado, al gallo de oro Valentin Elizalde también lo ultimaron en Reynosa Tamaulipas; al célebre Sergio Vega, El Shaka, le cayeron cinco balazos y un tiro de gracia mientras conducía en pijama su Cadillac rojo por Sinaloa, y el último grande asesinado, Tomás Tovar Rascón, más conocido como Tito Torbellino, fue ultimado en mayo mientras comía fideos en un restaurante oriental de Ciudad Obregón (Sonora). La lista de músicos silenciados por el plomo es larga. Y como todas las locuras del narco, su caída ha alimentado las letras de nuevos corridos. La muerte en México se canta a sí misma.

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