Cuando encontrarse con las fuerzas federales es toparse con la muerte

Desde la década de los cuarenta, el ejército mexicano ha sido usado por el gobierno federal para combatir al narco. Con ello, se han violado los derechos humanos de miles de ciudadanos. 

Entre ejecuciones extrajudiciales, desapariciones y tortura, también la Marina Armada de México ha sido señalada de agredir a civiles a los que se les han sembrado armas.

Desde que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) pidiera a la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) que aclarara el significado de la palabra “abatir”, se ha puesto sobre la mesa la cuestión sobre las múltiples ejecuciones extrajudiciales que miembros de las diferentes fuerzas federales (Ejército Mexicano, Marina, Policía Federal) han cometido contra civiles, armados o no, a los que, sin un juicio de por medio, se les ha señalado de ser criminales de antemano.


La palabra en cuestión aparece en un informe de la organización civil Centro ProDH, en el que aseguran que los militares que participaron en la masacre de Tlatlaya, ocurrida en junio de 2014, tenían la orden directa de “abatir” a un grupo de presuntos delincuentes que se encontraban en una bodega de esa comunidad que se encuentra en el Estado de México.

Para el Centro ProDH, el significado es claro: abatir es matar. De hecho, algunos comunicados de las diferentes Fuerzas Federales enviados a los medios de comunicación usan la palabra “abatir” para referirse a hombres armados que mueren por las balas de las fuerzas federales en enfrentamientos.

Y el término es ampliamente usado y reproducido por los medios para evitar usar el más directo, claro y conciso “matar”. En términos psicológicos, la expresión sería menos fuerte: “el ejército logra abatir a delincuentes”, en lugar de “el ejército mata a presuntos delincuentes” o “el ejército mató a civiles”.

En entrevista con La Jornada, el general José Francisco Gallardo aclaró que para un militar, la palabra abatir, significa, en efecto, “matar, aniquilar”.

-¿ Entonces, cuando a un militar le dicen abatir, es matar?- se le insistió.

- Pues claro, qué pensaría usted si le dan una misión donde le dicen no queremos detenidos. No lo van a decir de manera directa mátalo, no son tontos. Pero abatir es matar –subrayó.”

Por lo que el ejército habría recibido la orden directa, por lo menos en el caso de Tlatlaya, de matar a los civiles, presuntos delincuentes, presuntamente armados y que presuntamente opusieron resistencia o recibieron a los soldados a balazos desde la bodega donde se encontraban reunidos.

Desde la masacre del 2 de octubre de 1968 el papel del ejército mexicano en la vida democrática de México ha quedado en entredicho. Las cinco misiones generales de las Fuerzas Armadas, de conformidad con la Ley Orgánica son: Defender la integridad de la nación, garantizar la seguridad, auxiliar a la población civil, realizar acciones cívicas y obras sociales y auxiliar a las personas y sus bienes en caso de desastre, las cuales se oponen al papel que las Fuerzas Armadas ha desempeñado en numerosas ocasiones al servicio de los intereses de gobiernos autocráticos.

La masacre de Tlatlaya, en la que 22 presuntos delincuentes pertenecientes a La Familia fueron acribillados por soldados cuando aquellos ya se habían rendido (al menos 14 fueron puestos contra la pared y fusilados) abre una vez más la pregunta sobre la conveniencia de incluir a las Fuerzas Armadas en la lucha contra los cárteles de la droga que desde 2006 se libra en México.

Pero a Tlatlaya le preceden otras masacres en las que estuvo involucrado el ejército por acción u omisión: la Guerra Sucia durante el gobierno de Echeverría, Acteal, Aguas Blancas, El Charco, Ayotzinapa y las decenas de civiles asesinados en retenes militares en Nuevo León, Sinaloa, Chihuahua, Guerrero, Michoacán, Durango.

Una de las más recientes, la ocurrida en Tamazula, Durango, a mediados de junio de 2016, cuando elementos de la SEMAR se presentaron en varias comunidades pertenecientes al municipio mencionado, entre ellas Topiba, Acachuane, El Noropal y Opiba, donde, desde un helicóptero, los marinos habrían disparado contra civiles que viajaban en un automóvil por un camino de terracería. También hicieron revisiones en tierra a automovilistas a los que sometieron y les preguntaban a qué se dedicaban y qué hacían por esos lugares.

El saldo de aquel operativo fue de cuatro vehículos quemados, dos muertos (dos menores, uno de 17 y otro de 13), aunque habitantes de las comunidades de Tamazula aseguran que al menos fueron seis los “abatidos” por la Marina. Además, hubo un tercer menor herido que finalmente quedó en una silla de ruedas. Ante estos acontecimientos, los pobladores de los alrededores de la cabecera municipal de Tamazula protestaron junto al campamento que la Marina ha instalado en ese municipio desde principios de año con letreros que decían “Marinos asesinos”.

Entre 2007 y 2012 el Ejército Mexicano reconoce haber privado de la vida sólo a 40 civiles inocentes. De acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la cantidad real es de 45 civiles. Ambas, sin embargo, son cifras oficiales y en estos casos, sabemos, el número real de muertos es indeterminado.

Durante el sexenio de Felipe Calderón, el ejército salió a cumplir una de las misiones para la cual no está preparado: patrullar las calles. A partir de entonces, los casos de civiles que fueron asesinados, accidental o deliberadamente por soldados, comenzó a aparecer en todos los medios.

De los 40 casos reconocidos por la SEDENA, 20 corresponden a civiles que no detuvieron su auto ante algún retén militar, 12 fueron torturados por elementos castrenses, cinco fueron asesinados mientras realizaban sus actividades como pastorear ganado o barbechar campos de cultivo, dos fueron acribillados en la calle y cinco civiles más perecieron durante algún fuego cruzado entre militares y delincuentes.

En total, durante el sexenio pasado, la CNDH emitió 109 recomendaciones constra la SEDENA, 31 de las cuales están relacionadas con civiles asesinados.

Uno de los casos más lamentables se presentó en la carretera que conduce a la comunidad de La Joya de los Martínez, en Sinaloa de Leyva, el 1 de junio de 2007.

Ese día, alrededor de las ocho cuarenta de la noche, Adán Abel Esparza Parra, de 29 años, viajaba en una camioneta junto con su esposa –Griselda Galaviz-, sus tres hijos, un sobrino y varias maestras comunitarias a las que habían llevado a la comunidad de Ocorahui. Casi al llegar al pueblo, en medio de la oscuridad de la noche, se toparon con un retén militar que les hizo el alto. Esparza Parra detuvo la camioneta metros adelante y entonces se empezaron a escuchar las primeras detonaciones. El conductor, con una herida en la mano izquierda, bajó aprisa de la camioneta gritándole a los soldados que no dispararan, que en el auto sólo viajaban mujeres y niños, pero los soldados no hicieron caso y continuaron accionando sus armas.

La camioneta empezó a moverse hacia una pendiente que conducía a un barranco y Esparza Parra se subió para intentar frenarla. Fue entonces que otra bala le perforó la mano derecha. No pudo evitar que la camioneta cayera al barranco. Como pudo, bajó por la pendiente, con las manos ensangrentadas y adoloridas, y desde una radio que tenía en la camioneta pidió ayuda a sus familiares.

Cuando llegaron al lugar del retén, los soldados no los dejaron pasar, a pesar de que la familia les decía que había gente herida en la camioneta y que necesitaban atención médica. Tuvieron que pasar más de tres horas antes de que los militares les permitieran pasar el cerco para llevarse a los heridos a una clínica en Badiraguato.

Pero ya habían fallecido los tres hijos de Esparza Parra, su esposa y una de las maestras que los acompañaban. El padre permaneció meses en el hospital general de Culiacán herido en ambas manos.

De acuerdo con la información oficial proporcionada por la SEDENA, Esparza recibió un pago de 36 mil 916 pesos como compensación por el dedo de la mano izquierda que perdió. Por cada uno de sus hijos muertos, recibió 147 mil 664 pesos. La muerte de su esposa mereció la misma cantidad pero esta le fue entregada a la madre, su suegra. Es, de acuerdo con información oficial, la suma más alta que el Ejército ha pagado como indemnización a un civil durante la guerra contra el narco.

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